Estoy mejor que nunca. Como no hacerlo, si por fin me encuentro nuevamente; como no hacerlo si por fin dejo que me encuentren; como no hacerlo si ahora vuelvo a comprender que en la crueldad de la vida es donde se esconden los mejores tesoros de uno mismo; como no hacerlo si tengo la constancia de que hay algo al otro lado del sol; como no hacerlo si ahora tengo la oportunidad de coquetear con las tensiones del prójimo, que generan mi rebeldía; como no hacerlo si lo racional es placebo y lo irreal no deja de ser fútil.

jueves, 18 de abril de 2013

DESLIZAMIENTO

Como sacada de los umbrales de un mohoso sarcófago, surge una historia aprisionada entre delirios y ofuscados recuerdos, de tal manera que, en cuanto tiende a desenrollarse el pergamino que la contiene, se ocultan importantísimos pasajes tras el descoloramiento de la tinta de su nostalgia, como también se agregan algunas manchas sinuosas aferradas por el transcurso del indolente tiempo.

Trata de una fría noche, como aquellas que caracterizan la primavera en esta latitud: sumamente húmeda, ocasionalmente lluviosa, sorpresivamente tempestuosa y recurrentemente desolada, a la cual, en esta específica ocasión, acompañaban serenamente y dando fe de la existencia humana, aquellos veladores de la seguridad, monitoreadores de caprichos naturales, héroes sin rostro que navegan los avatares de un suelo absolutamente incierto.

Pasadas unas horas, recargadas de fatiga las espaldas, adormecidas y acaloradas las pantorrillas por estancos y prolongados periodos de firmeza y quietud en pie, incendiados y enrojecidos los ardientes ojos por la prolongada vigilia, seca la boca, bullentes las tripas y alquitranados los pulmones con la mezcla de cigarro y aquellos tóxicos humos de la maquinaria, veían los presentes como las titilantes luces de una ciudad en quebrada, les daban el espaldarazo y reanimaban sus espíritus.

De cuando en cuando acudían a la escena jaurías de almas pecaminosas, que enrarecían la misión de los presentes. Oscuras siluetas cual sacadas de las tinieblas, circundaban zigzagueando entre la bruma prematura. De entre estos bizarros moradores de la noche, colmatados por vahos de cantinas, surge un sobrio muchacho, cuya alma apiadada por las tribulaciones de los vigilantes, se acerca a ofrecerles tabaco, un reconfortante café caliente y amena conversación parida de su curiosidad.

Cesando la amenidad de eruditas comunicaciones, entremezcladas con la serie de anécdotas e historias épicas vividas por cada uno de los interlocutores, surge abruptamente una fuerte tormenta anunciada con enceguecedor refusilo, intensos rayos y ensordecedores bramidos difícilmente identificables entre el tronar celestial y el advenimiento de farallones de agua que acarrea un río recientemente elevado. Las capuchas impermeables inmediatamente tendidas para cubrir sus cabezas, se empapan en segundos haciendo percatar la intensidad de la lluvia, cuyas aguas se deslizan coquetamente entre las arrugas gomosas de la indumentaria, estancándose luego entre las barbas tupidas, o bien acumulándose en los botapies que adquieren exponencialmente mayor peso al habitual.

En el acto desalojan del área al curioso mocetón y ponen manos a la obra: se escuchan alarmantes modulaciones por la radio, que con cifrada codificación dan a entender que la catástrofe no dará tregua; se dilucidan una serie de instrucciones que, ora ponen en marcha laburante a alguna maquinaria, ora la hacen alejarse de las fauces del río, ora maniobran cuerdas y arnés para la seguridad de los expertos, quienes dan reporte pormenorizado de la frecuencia y alcance de las ondas punzantes, que es como entienden a aquellas murallas de agua y lodazal que acarrea rocas y maderos con estrepitosos ronquidos.

Del Armagedón que representa la escalofriante realidad de ese momento, se percibe tétricamente como rebasan las aguas al obrar humano: drenajes con reflujo sólo avizoran el inmediato rebalse de diques y pronto los oleajes por encima de cada puente, rechinando sus barandales al torcerlos cual fideos bien cocidos, dan clara prueba de que las estructuras caerán rendidas ante tanta furia.

Extenuantes esfuerzos por mantener el orden de las cosas, entre desvíos vehiculares, atenciones periodísticas, serenadoras explicaciones al vecindario, reportes pormenorizados a sus superiores, acarreo permanente de materiales y herramientas, caos absoluto en las comunicaciones y la oscuridad apremiante producida por la caída de algunos postes otrora tendidos en el área, sólo son el génesis de una larga noche que vendrá acompañada por laboriosas jornadas de recuperación de enseres, organización de campamentos, acopio de provisiones, abasto de viandas, regeneración de servicios y apoyo humanitario.

De pronto, cual poseída por almas de ultratumba, la radio empieza a exclamar aceleradamente una serie de acontecimientos dantescos: los encargados del monitoreo en las laderas ponen sobre aviso el colapso de la pendiente, que inicialmente se presenta como pequeñas grietas en algunas viviendas, seguido de temblores y un sifonamiento con escalas impredecibles. Todo lo que hay sobre la tierra empieza a centrifugarse con destino al infierno, los cables de luz dan un espectáculo pirotécnico, mientras se oyen de fondo explosiones de garrafas y carcome la oscuridad absoluta entre bruma y polvo. Vidrios clisados crujen al concluir su cristalina existencia. Toneladas de lodo acarrean lo que hubiere a su paso. Vehículos de desalojo quedan varados ante inmenso espectáculo. Voces despavoridas dan muestra del horror que viven aquellos seres que, apenas salvando sus vidas, son testigos del apetito voraz con el que los aluviones acaban con las casas y riquezas acumuladas esforzadamente durante sucesivas generaciones.

Inmediatamente se pone sobre aviso a la población, se convoca ejércitos de voluntarios que coadyuven al cierre de vías y precintado de las áreas mayormente expuestas, cuadrillas de valerosos rescatistas se dislocan perimetralmente para verificar el absoluto abandono de inmuebles ruinosos y coros de llanto retumban con mayor fuerza que el clamor celestial de los truenos. Excitación absoluta, desamparo, adrenalina bullente, tragedia y duelo acompañan el ocaso de una ciudad. En la inmensa oscuridad, la niebla cubre absolutamente todo páramo y los crujidos del derrumbe de cuando en cuando alertan a quienes se encuentran cerca. No se divisa con precisión su origen ni su arribo, sin embargo la mente hace pensar que es el propio suelo firme el que desea ausentarse en compañía de aullidos escalofriantes.

A medida que va menguando la tragedia, el naciente sol deja ver aquel desolador panorama de destrucción, que con húmedos mojones de arcilla parda, cubre los restos de lo que otrora fue zona urbana. Calaminas retorcidas brillan como el mercurio ardiente, rodeadas de vigas y muros derruidos, pariendo así un gélido desierto apocalíptico.

Añoranzas perdidas, cifras indescriptibles, agudo dolor anímico, tanto de quienes sufrieron la tragedia como de quienes templadamente la vieron sufrirse, agobiantes tareas de rescate y extensos planes de contingencias acompañados de demagogia política, surcarán de ahora en adelante titulares matutinos que, con el correr del tiempo, dejarán tenue huella del desamparo sufrido, devolviendo la nostalgia a su lúgubre sarcófago de olvido.

20/02/2013

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