En los confines más profundos de la soledad
altiplánica, con espeso manto azabache, cae la silenciosa noche colmada de
espectros y adolescente de astros que, como la blanca luna, fueron devorados
por tormentosos nubarrones cargados de estática.
Severamente distantes de tecnología y
ficciones civilizatorias, los pobladores que en otras ocasiones pudieran
disfrutar del magnífico cielo coronado por la vía láctea, recurren ésta vez al
reposo precoz, cobijándose al asilo de precarias chozas.
Sabido fue que durante el pernocte hubo un
sigiloso husmeo, mas se desconocía aún su origen a pesar del testimonio de un
ebrio errante, quien tímidamente, confirmó el avistamiento de una sombra,
marcada silueta de primate erecto, cuyo rostro se escondía bajo una capucha de
fieltro.
Cuando al levantar el alba las ajetreadas
faenas de seres sumamente preocupados dieron la alerta, se hizo presente en el cuchitril
el sabio del pueblo, quien sin reparo alguno afirmó vehementemente que se
trataba de la intromisión de un ser submundano, el cual se habría apoderado no
sólo de la grasa de su víctima, sino incluso de su fuerza vital.
Al cabo de verificar meticulosamente la
escena, comprobó el encomendado una serie de pistas confirmatorias de su
hipótesis, pues en la almohada quedaba aún el polvo de hueso humano mezclado con
hiervas somníferas, característica irrefutable del estilo intromisorio de un
Kari Kari (chupagrasa).
Así se repite recurrentemente la leyenda de
aquel ser profusamente escabullidizo, enviado de los confines de lo profano, que
hostiga con fino bisturí a sus víctimas culpables de ocio y gula, quitándoles
el exceso de sedentarismo y reduciendo su voluntad vital, debiendo consumirse
grasa de oveja negra para evitar el paso al purgatorio.
31/7/2013
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