Tomar fuerzas de donde ya no quedan, apearse
para escudriñar exitosamente el bolsillo del pantalón y extraer simultáneamente
la cajetilla y el encendedor. Luego de descubrir la tapa con el debido cuidado
de no dañar a ninguno de los veinte apiñados colegas, escojo al azar el más
cercano al centro. Lo desenfundo y recibo como estímulo la fragancia del atado,
cual si fueran los halos de misericordia exhalados por los que quedarán presos
aún. Lo aproximo a la boca a la vez que disfruto el acolchado crujir de sus
frágiles espigas amontonadas. Inconscientemente palpo el extremo para
asegurarme que el filtro va donde debe ir y lo deposito delicadamente entre
ansiosos labios. Las agitadas mariposas que revoloteaban ansiedad en el
exigente estómago se posan paulatinamente en el vibrar cardiaco, entendiendo a
la perfección que llegó el momento de saciarse. La lumbre se enciende
refulgiendo colores en el entorno, convirtiendo al crujir del chisporroteo en
aquella campanada que da inicio a la ceremonia. La proximidad de candencia hace
crispar el tabaco, invitando a aspirar la primera bocanada de humo, seca,
tibia, dulce y absolutamente reconfortante, que penetra por todo el sistema
hasta despabilar el alma y reactivar las cansadas neuronas, que irán adormilándose
nuevamente a medida que se cumple con la parsimonia y se consume el anhelado
cigarrillo, como prólogo ineludible de un sueño reparador.
SAMU, 4 de septiembre de 2014