Aparentemente sentado debajo del alero de una rústica cabaña, adormilándome con el verdor del paisaje, el peso de la humedad penetra con una presión cada vez mayor, mientras el suave rocío empieza a acariciar las hierbas del entorno. Las líneas empiezan a bailar, a la vez que las hojas de mi libro se pasan libremente conforme a la discrecionalidad del viento. De rato en rato aprisiono algunas palabras enrejadas entre mis pestañas y el parpadeo. El blando adormilamiento hace desvanecer completamente la conciencia sobre mis ya enfriados miembros, mientras el peso del huracán venidero estremece mis sienes. Ahora estoy justo frente a él, mi padre, admirando detalladamente cada surco que conforman sus experimentadas arrugas, acalorando mis oídos con ininteligibles palabras que pudieran guiar mi futuro, las cuales revolotean y se marchan a la velocidad de un torbellino. Aquel mismo ventarrón que me pondrá entre tus brazos, que remembrará tus tiernas caricias de madre, para reaccionar bruscamente al chirrido de una espantosa impresora, que de golpe y sin compasión alguna, me hace volver a esta tierra y saber que el mundo de papeles y sellos que me rodea, no podrá evitar que siga buscando mis sueños. Así despierto exaltado, enterándome que la cómoda banca del valle no era más que silla giratoria y las arrugas quedaron impresas en el rostro del inmediato superior, quien con meritorio estupor reclama aquel decaimiento.
28/10/2013