Despierto con una prisa repentina y carente de motivo aparente. Un torbellino se agita en mi estómago, y siento cómo unas mariposas invisibles baten sus alas, creando una vorágine que casi me arranca de la cama. Poso mi pie descalzo en el suelo helado, y al contacto, un escalofrío recorre mi cuerpo. A pesar de la rigidez del frío, pongo el otro pie, y mi cuerpo, tieso y seco, recuerda el estado de mis labios, que se han quedado resecos como si el agua se hubiera olvidado de mí. Mi lengua los surco en un intento vano de humedecerlos, sin lograr disipar esa sequedad emocional que acompaña mi despertar.
Inmediatamente, un profundo suspiro se escapa de mis labios, reiniciando el ciclo de mi ansiedad. Ese suspiro parece marcar el compás de una coreografía interna: cada inhalación se transforma en un recordatorio de la precariedad del ahora. Mis labios, aún más secos, parecen implorar alivio, mientras mi estómago se llena nuevamente de mariposas, literalmente una danza caótica de expectativas que se materializa en físicas vibraciones.
El corazón se apresura en una taquicardia incesante, adelantándose a eventos que aún no han ocurrido, y, al mismo tiempo, el sudor frío recorre mi nuca, como si una presencia ancestral de peligro se hubiese posado sobre mí. Mi mirada se torna inquieta, vagando sin descanso en busca de certezas que se escapan en la penumbra, mientras temblores recorren mis extremidades, y una opresión en el pecho me impide tragar sin esfuerzo. Cada uno de estos síntomas grita, sin palabras, que algo no encaja: que el presente, tan limitado y efímero, se muestra insuficiente para una mente que ya vive en el futuro.
Cada sensación (el suspiro, los labios secos, las mariposas en el estómago, las taquicardias, el sudor frío en la nuca, la mirada inquieta, los temblores, la opresión en el pecho y la dificultad para tragar) se funde en una sinfonía desintegrante. Es una danza visceral entre lo físico y lo emocional, donde mi cuerpo retumba al unísono con la ansiedad, creando un eco que resuena en cada fibra de mi ser.
Pero entonces, en medio de este torbellino interno, el tiempo se impone como la sombra ineludible que todo lo abarca. Nos han enseñado a medir cada segundo, a encasillar nuestras vidas en el implacable tic-tac de relojes que dictan nuestros compromisos y relaciones, limitando la verdadera libertad. El tiempo, en su relatividad y riqueza, se vuelve una prisión en la que, al intentar controlarlo, terminamos siendo controlados nosotros.
Y en esa contienda silenciosa, descubro la verdadera metáfora: el tic-tac de un reloj resuena en mi cabeza, marcando no solo segundos, sino las ansias incesantes por enchufarme a la dopamina digital. Cada scroll, cada historia ajena en TikTok, cada vida forastera que nos atropella la vida propia, se convierte en un intento desesperado de llenar el vacío, mientras nuestra propia vida se hiere en el proceso, siendo relegada a un segundo plano.
Entonces, aparece, en medio de la vorágine, un reel postpandemia: la pantalla, con su fría luz azul, se inunda de una leyenda que clama: "bienvenidos al sol". Y en ese instante, recuerdo que allá afuera hay algo mucho más cálido y nutritivo que aquellas historias efímeras y tan ajenas, tan alienantes. Afuera, el sol irradia la promesa de una vida sin los grilletes del tiempo digital, donde cada instante se vive en libertad, sin la necesidad de estar perpetuamente midiendo y controlando, acompañado de dulces brisas que se integran al alma, sedando a aquellos insanos suspiros persistentes.
Porque, al final, el
tiempo (rico, relativo y escurridizo) nos obliga a controlarlo para, en
realidad, controlarnos a nosotros mismos. La verdadera liberación no reside en
encerrar cada segundo en un tictac implacable, sino en aprender a vivir el
ahora, dejando que el sol de la existencia nos alumbre, lejos de la fría
prisión de las pantallas y lejos de la mala copia de vidas ajenas.
(SAMU 2 de
junio de 2025)
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