Entre susurros digitales y la fría penumbra de datos dispersos se alza
una voz seductora, promesa de riquezas invisibles. Sus palabras, suaves como
miel envenenada, logran apagar ese latido sincero del alma. En el parpadeo
fugaz de notificaciones y en la danza de imágenes efímeras se esconde una
trampa sutil para el espíritu, un laberinto tejido con falsos deseos y
espejismos, donde la verdad se disuelve entre incontables ofertas y descuentos.
Cada clic se transforma en un grito silente que resuena en la maraña de lo virtual; es un afán desesperado que borra la línea entre lo real y lo ilusorio, mientras lo auténtico se desangra en un pozo de sombras, reduciéndose a un eco insípido de una felicidad manufacturada. Entre esas palabras se ocultan falacias discursivas y hechizos retóricos, parte de un trance mercantil en el que se efectúa una transacción de orfismos, vendiendo el misterio a cambio de ilusiones que enturbiarían el más agudo discernimiento.
En un futuro sombrío, si persistimos en adorar las ilusorias promesas de
este marketing que, con un toque letal, transforma lo intangible en oro,
nuestras almas se endurecerán y se volverán tan pesadas como estatuas
abandonadas en la lodosa profundidad de un pantano. Olvidaremos que la
verdadera esencia del ser reside en fluir libremente, como el agua que se
rehúsa a ser encadenada por falsos encantos. Y así, al disiparse el velo de
seducciones doradas, se revela la cruda alquimia de nuestro tiempo: ese poder
corrosivo, en esencia, es el moderno Midas, que roba la autenticidad y despoja
la chispa vital que nos hace humanos.
(SAMU 10 de junio de 2025)
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