Arys nació en la penumbra
perpetua de un reino donde el tiempo se consumía a sí mismo, devorando el fluir
de las horas como un fuego insaciable. En ese vasto imperio silente, donde los
ecos de un antiguo poder se mezclaban con el tic-tac incesante de relojes
invisibles, sentía en su pecho la inquietud de una criatura que aún no ha
aprendido a someterse a la gravedad del destino.
Desde muy pequeño, el
crujir de las manecillas y el murmullo de la cuenta regresiva se colaban en sus
sueños. Aunque su mirada se llenaba del brillo inocente de la eterna infancia,
en lo profundo de su alma se abría un abismo: el temor a crecer y, con ello, a
ser absorbido por aquel devorador ineludible, cuyo rostro se desdibujaba en la
bruma de lo inevitable, su propio padre.
Una noche, mientras el
cielo se vestía de sombras y la luna derramaba su luz pálida sobre sendas
olvidadas, Arys, el hijo de Cronos, tomó la decisión de huir de aquel destino prescrito.
Se adentró, con pasos temblorosos y un corazón acelerado, en un bosque de
enredaderas y espejismos donde el tiempo parecía derretirse en un eterno
crepúsculo. Cada hoja, cada susurro del viento, llevaba consigo la promesa de
un instante sin medidas, de un latido que escapaba a los dictados de un reloj
cruel.
Durante su marcha, Arys
descubrió antiguos vestigios de un saber olvidado. Un hombre errante (Kairos),
cuya voz parecía provenir de un eco primordial, le habló en metáforas y
silencios: "El tiempo, amado ser de
luz, es solo el reflejo de nuestros temores. No dejes que sus sombras te
marquen; en la pureza de tus instantes reside la clave para no ser devorado.
Vive como vuela la brisa, sin temor a la inmediatez ni a la espera, y hallarás
en lo efímero la inmortalidad de tu espíritu."
Esos versos se grabaron profundamente
en el hijo pródigo de Cronos, como un conjuro, un mantra, una luz tenue en
medio del caos. Inspirado, caminó y atravesó ríos de plata, donde el agua
parecía contar historias de un ayer que se fundía en el presente, y de un
mañana que aún soñaba con renacer. En cada recodo, la ansiedad se tornaba un
compañero silencioso, una melodía que vibraba en el fondo de su mirada,
recordándole que la lucha contra el destino era, en sí misma, el arte de
reinventar la existencia.
A medida que el viaje
avanzaba y las reflexiones le resonaban ecos de lucidez, la firmeza del tiempo
(estructura gélida y predefinida) se revelaba como un velo opresivo que
ralentizaba la esencia de la vida. Los implacables engranajes del destino,
ocultos tras la fachada de una rutina inamovible, se convertían en un susurro
que amenazaba con borrar la persistencia de la individualidad. Pero Arys, con
su espíritu forjado en la resistencia y bañado en el rocío de la noche, halló
en la imperfección de cada instante la exaltación de la libertad.
En un claro, donde la
naturaleza parecía haber olvidado los designios del tiempo, Arys se detuvo y,
mirando al infinito, comprendió la paradoja: la verdadera rebeldía no era negar
el paso de las horas, sino transformar el temblor de la ansiedad en un latido
que celebrase la vida en su forma más pura. Allí, en la quietud de la noche,
renació en él un sentimiento ancestral: la certeza de que crecer no implicaba
perder la esencia tergiversada de su niñez, sino integrar la inocencia con la
sabiduría, como dos ríos que confluyen en un océano de nuevos comienzos.
Así, el hijo del devorador
del tiempo emprendió un nuevo sendero, uno en el que cada segundo ya no era una
cuenta regresiva, sino un verso de una interminable poesía. Su destino, antes
marcado por la ruta opresiva de un eterno reloj, se fue transformando en una
danza fluida entre la ansiedad y el consuelo, entre la angustia y la esperanza.
Y mientras él se sumergía en ese viaje interior, la silueta del devorador se
disolvía entre las sombras, dejando paso a una vida en la que lo efímero se
convertía en la semilla de la eterna libertad.
(SAMU 03 de
junio de 2025)
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