En aquella ciudad de
bajadas profundas y esqueletos desprendidos de las laderas arcillosas, donde el
asfalto se torna en lienzo y el estruendo de la opresión se mezcla con el
murmullo de la esperanza, se avizora a una foránea que por vez primera arriba
tan lejos de su tierra y sus ancestros. No está sola ni es un viaje de placer.
Ella es parte de una comitiva que trae como equipaje el grito de protesta. Son
atavíos de hartazgo, son lágrimas silenciadas, son derechos perdidos y
esperanzas muchas veces ultrajadas. Son el hastío que llega en turbión desde
todas las grietas abiertas a sangre, de un territorio herido de mezquindad,
reventado por el abuso de poder, apisonado con crampones de autoritarismo y
corrupción.
Ella es Wayra, quien
avanza entre la multitud como un faro en la noche. Potosina de sangre y coraje,
hija de mineros relocalizados, lleva en sus 28 años el peso y la dulzura de la
tierra que la vio nacer. Aquella mañana, llegó a la sede de gobierno en
compañía de su jauría, no como un ejército de sombras, sino como un torrente de
luces y voces que reclaman el derecho a soñar.
Entre largos minutos
suspendidos en el tiempo, donde el silencio es tan elocuente como el clamor, el
ambiente se impregna de momentos que oscilan entre la introspección y la
euforia contenida. En esos espacios de pausa, la reciprocidad se manifiesta
como el suave murmullo de un río cristalino: cada gesto solidario es una gota
que, al unirse a otras, forma la corriente incesante del apoyo mutuo. En esa
comunión de manos y miradas es donde se redescubre que compartir un abrazo es
tan vital como vibrar en un mismo ideal.
Para Wayra, la libertad tiene
el sabor a cielo abierto, a vastos horizontes sin fronteras. No es solamente la
ruptura de cadenas individuales, sino la apertura de caminos para que cada alma
emerja sobre el yugo opresor. Es una trascendencia del alma humana, que surca
desde la energía vital hasta el ideal más místico. Ella no puede concebir semejante
egoísmo en este mundo, tanto así que, afiebrada, suele descargar su adrenalina
propugnando con la voz al viento las bondades del ser libre.
Con cada paso, las aceras
se transforman en alfombras de posibilidades, y cada esquina, en un altar donde
se sacrifica el miedo para rendir homenaje a la dignidad. “Nadie es libre si el
prójimo vive encadenado”, resonaba como un eco que se fundía con la pólvora, un
verso eterno que desafiaba la gravedad del sistema. Pero lo que confería un
brillo especial a aquella lucha era la coherencia intrínseca de Wayra, esa
claridad de espíritu que la lleva a escuchar antes de hablar, a analizar cada
latido del colectivo antes de emitir juicio.
En medio del fragor de las
barricadas (donde las balas parecen pinceladas en una obra de protesta y los
gritos se acompañan con arranques de poesía callejera), ella brilla como el
cristal, ella es en sí la brújula que no se pierde en la tormenta. Su actuar, reflejo
constante de una promesa firme: si alzas la voz por la justicia, cada palabra
debe ser eco sincero de un compromiso real.
Bajo la lúgubre luz de las
farolas y entre el humo de los graffitis, un grito se alza al unísono, como si
las calles mismas quisieran cantar: "¡queremos libertad y solidaridad,
exigimos democracia y transparencia!" Ese grito no es solo una protesta,
sino una invocación (una metáfora viva del fuego que consume la injusticia)
invitando a cada alma a ser parte de la revolución que no espera al Estado,
sino que se construye en el corazón de quien se atreve a liberar al prójimo.
Tras las nubes de gas y humo se alzan las barricadas como murallas vivientes,
tapices de eternidad en los que se entrelazan la adrenalina, el llanto y la
esperanza. En un instante, la calle se convierte en un campo de batalla y, al
siguiente, en un salón de musas donde la lucha es compartida con mendrugos y
tertulia. En esos momentos de cruda belleza, la triada: reciprocidad, libertad
y coherencia se funde en un solo latido. La solidaridad se muestra en cada
gesto espontáneo, en cada mano que se extiende sin titubear, en cada mirada que
dice sin palabras: “Estoy contigo.”
Mientras los días se suceden
en un ciclo de picos y valles, de embestidas de represión y de respiros de
calma ensordecedora, Wayra sigue su camino, consciente de que cada paso es una
semilla de cambio. En la penumbra de la rebelión, cada acto recíproco, cada
grito de libertad y cada gesto coherente tejen una red que, como un manto,
abriga a los que creen en un mañana compartido. El eco de esa lucha, vibrante e
incesante, nos recuerda que la verdadera revolución no se da en soliloquio,
sino en el abrazo colectivo, en la danza sincronizada de aquellos que, al
liberar al otro, se liberan a sí mismos. Y así, en el palpitar de aquellas
barricadas, donde la violencia se transmuta en poesía urbana, se inscribe en la
historia el imperativo de una solidaridad que, sin depender del Estado, enciende
la chispa de la transformación.
Después de un fraudulento
proceso de muchos octubres adormecidos, ese clamor llegó a retumbar, con la
fuerza de antaño, en las grietas del valle de ánimas, en los intersticios de la
sede de un gobierno lleno de grietas, como la ciudad que lo acogió. Wayra trajo
clamor, vio dolor y cargó lágrimas. Supo cosas horrendas que hicieron con las
chicas del otro autobús. Aún así, mantuvo su fuerza y con ese coraje persistió
hasta remover el lodo pestilente… al menos por una nueva temporada, mientras se
asentaba a sus espaldas otro episodio del ciclo corruptor. Pero lo vivido por
ella y la constatación de que la triada es más que un corto verano, le da aún
hoy mucha razón para persistir, con puño en alto y voz en cuello, como mujer
forjada en las minas que sabe donde está el mejor tesoro: en la solidaridad
humana en pro de la libertad.
(SAMU 26 de
junio de 2025)
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