Desde hace mucho, se
cuenta la leyenda de un hombre que, en su rebeldía por ser libre, comenzó a
caminar descalzo por su propio destino. Antes fue nombre y voz, un ser lleno de
aspiraciones; pero el peso de la rutina lo fue desterrando al abismo de la
mediocridad hasta convertirlo en algo menos que humano, en un espectro sin
pensamiento crítico, cuyo cerebro se fue consumiendo con cada día de
conformismo.
Al principio, sus ojos
brillaban con la chispa de la inquietud, pero las presiones del entorno (largas
jornadas en oficinas grises, monotonía de calles de neón y el incesante
bullicio de una gran metrópolis) le marchitaron esa mirada. Poco a poco, su
piel comenzó a adoptar la palidez del desencanto, y sus movimientos, antes
enérgicos, se vitrificaron en una marcha automática y apática. Su cuerpo, una
vez templado por vivencias intensas, se fue transformando: las arrugas se
adueñaron de su rostro, la espalda se encorvó, y sus pasos se volvieron lentos,
pesados, atrapados en un perpetuo flujo de días sin sentido.
La ciudad a su alrededor
era un monstruo de concreto, hiperurbanizado y caótico, donde cada habitante
era parte de un rebaño inerte. Las avenidas se transformaban en ríos de gente
que se empujaban sin detenerse, sin mirada, sin esperanza. Los edificios, altos
y fríos, parecían engullir cualquier intento de individualidad. En ese
laberinto, nuestro protagonista (ya convertido en un zombi de la modernidad) se
movía como una sombra más de la multitud, un autómata dominado por la costumbre
y el falso confort del que ya no recordaba su propia esencia.
Cada día, la rutina le
arrancaba un poco más de aquello que lo hacía humano. El insaciable consumo de
estímulos prefabricados, la publicidad ensordecedora, la música ambiental de
ascensores y anuncios le robaban la capacidad de cuestionar, de sentir la intensidad
de la vida real. Las horas se sucedían con la pesadez de la resignación, y él,
prisionero de una costumbre colectiva, se iba convirtiendo en un adicto a lo
consuetudinario, encadenado a grilletes invisibles que lo mantenían sumido en
una anestesia emocional.
Pero, en lo más profundo
de su desolación, en la penumbra de esa existencia apática, surgió un brillo
inesperado: un recuerdo, casi olvidado, de tiempos en que la risa era auténtica
y el sufrimiento un camino hacia el aprendizaje. Quizás en un atisbo de una
tarde cualquiera, al cruzarse con el aroma de pan casero, o un destello de luz
al atardecer que desafiaba la oscuridad implacable, se despertó la
reminiscencia de que la vida individual tenía sabores, matices y sentidos. Esa
breve chispa hizo eco en una parte de él que aún podía sentir, pero
paradójicamente, esa conciencia le resultó tan dolorosa como liberadora. Ser
consciente de la existencia de una felicidad genuina en el exterior lo hacía, a
la vez, prisionero de su propio interior: el zombi se enfrentó a la amarga
paradoja de descubrir que, para ser verdaderamente libre, primero debía romper
las cadenas que lo ataban a la masa.
Sin embargo, ese despertar
estaba contaminado por la peste de la mediocridad. La rutina había calado tan
hondo que cualquier intento de reinvención se topaba con el falso confort de la
inercia, y la rehabilitación se mostraba, a todos los ojos, como una quimera
inalcanzable en medio del tumulto de una metrópolis que no dejaba espacio para
la libertad real.
Solo un camino podía
ofrecer salvación, una cura única contra el letargo colectivo: dejar de
consumir cerebros ajenos, de vivir en la vida de los otros, de alimentarse de
sueños foráneos. Era imperativo buscar, en lo más profundo de su ser infectado,
aquella chispa de individualidad que una vez lo hizo pensar, sentir y
cuestionar. La salvación residía en recuperar al hombre consciente de sí mismo,
en reclamar el derecho a ejercer su pensamiento crítico en un mundo que se
había rendido ante la uniformidad impuesta.
Con esa revelación, el
peso de la existencia comenzó a transformarse: dejar atrás el automatismo,
renunciar a la complacencia que lo mantenía encadenado a un destino prefijado
por la masa. Llegó, finalmente, la hora de ser la oveja negra en aquella estampida
de mediocridad, de rehusar el falso confort y abrazar la lucha interna por una
libertad auténtica, aunque la sombra de la rutina aún intentara arrastrarlo de
nuevo al pozo del averno.
(SAMU 5 de
junio de 2025)
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