Estoy mejor que nunca. Como no hacerlo, si por fin me encuentro nuevamente; como no hacerlo si por fin dejo que me encuentren; como no hacerlo si ahora vuelvo a comprender que en la crueldad de la vida es donde se esconden los mejores tesoros de uno mismo; como no hacerlo si tengo la constancia de que hay algo al otro lado del sol; como no hacerlo si ahora tengo la oportunidad de coquetear con las tensiones del prójimo, que generan mi rebeldía; como no hacerlo si lo racional es placebo y lo irreal no deja de ser fútil.

jueves, 5 de junio de 2025

LA PURGA DEL ZOMBI


Desde hace mucho, se cuenta la leyenda de un hombre que, en su rebeldía por ser libre, comenzó a caminar descalzo por su propio destino. Antes fue nombre y voz, un ser lleno de aspiraciones; pero el peso de la rutina lo fue desterrando al abismo de la mediocridad hasta convertirlo en algo menos que humano, en un espectro sin pensamiento crítico, cuyo cerebro se fue consumiendo con cada día de conformismo.

Al principio, sus ojos brillaban con la chispa de la inquietud, pero las presiones del entorno (largas jornadas en oficinas grises, monotonía de calles de neón y el incesante bullicio de una gran metrópolis) le marchitaron esa mirada. Poco a poco, su piel comenzó a adoptar la palidez del desencanto, y sus movimientos, antes enérgicos, se vitrificaron en una marcha automática y apática. Su cuerpo, una vez templado por vivencias intensas, se fue transformando: las arrugas se adueñaron de su rostro, la espalda se encorvó, y sus pasos se volvieron lentos, pesados, atrapados en un perpetuo flujo de días sin sentido.

La ciudad a su alrededor era un monstruo de concreto, hiperurbanizado y caótico, donde cada habitante era parte de un rebaño inerte. Las avenidas se transformaban en ríos de gente que se empujaban sin detenerse, sin mirada, sin esperanza. Los edificios, altos y fríos, parecían engullir cualquier intento de individualidad. En ese laberinto, nuestro protagonista (ya convertido en un zombi de la modernidad) se movía como una sombra más de la multitud, un autómata dominado por la costumbre y el falso confort del que ya no recordaba su propia esencia.

Cada día, la rutina le arrancaba un poco más de aquello que lo hacía humano. El insaciable consumo de estímulos prefabricados, la publicidad ensordecedora, la música ambiental de ascensores y anuncios le robaban la capacidad de cuestionar, de sentir la intensidad de la vida real. Las horas se sucedían con la pesadez de la resignación, y él, prisionero de una costumbre colectiva, se iba convirtiendo en un adicto a lo consuetudinario, encadenado a grilletes invisibles que lo mantenían sumido en una anestesia emocional.

Pero, en lo más profundo de su desolación, en la penumbra de esa existencia apática, surgió un brillo inesperado: un recuerdo, casi olvidado, de tiempos en que la risa era auténtica y el sufrimiento un camino hacia el aprendizaje. Quizás en un atisbo de una tarde cualquiera, al cruzarse con el aroma de pan casero, o un destello de luz al atardecer que desafiaba la oscuridad implacable, se despertó la reminiscencia de que la vida individual tenía sabores, matices y sentidos. Esa breve chispa hizo eco en una parte de él que aún podía sentir, pero paradójicamente, esa conciencia le resultó tan dolorosa como liberadora. Ser consciente de la existencia de una felicidad genuina en el exterior lo hacía, a la vez, prisionero de su propio interior: el zombi se enfrentó a la amarga paradoja de descubrir que, para ser verdaderamente libre, primero debía romper las cadenas que lo ataban a la masa.

Sin embargo, ese despertar estaba contaminado por la peste de la mediocridad. La rutina había calado tan hondo que cualquier intento de reinvención se topaba con el falso confort de la inercia, y la rehabilitación se mostraba, a todos los ojos, como una quimera inalcanzable en medio del tumulto de una metrópolis que no dejaba espacio para la libertad real.

Solo un camino podía ofrecer salvación, una cura única contra el letargo colectivo: dejar de consumir cerebros ajenos, de vivir en la vida de los otros, de alimentarse de sueños foráneos. Era imperativo buscar, en lo más profundo de su ser infectado, aquella chispa de individualidad que una vez lo hizo pensar, sentir y cuestionar. La salvación residía en recuperar al hombre consciente de sí mismo, en reclamar el derecho a ejercer su pensamiento crítico en un mundo que se había rendido ante la uniformidad impuesta.

Con esa revelación, el peso de la existencia comenzó a transformarse: dejar atrás el automatismo, renunciar a la complacencia que lo mantenía encadenado a un destino prefijado por la masa. Llegó, finalmente, la hora de ser la oveja negra en aquella estampida de mediocridad, de rehusar el falso confort y abrazar la lucha interna por una libertad auténtica, aunque la sombra de la rutina aún intentara arrastrarlo de nuevo al pozo del averno.

 


(SAMU 5 de junio de 2025)

 

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