Nuevamente el país se
desmorona bajo una crisis galopante: la moneda se devalúa cada amanecer, los
pasillos del poder retumban con insultos y traiciones, y las carreteras (antes
arterias vivas) se han transformado en trincheras de manifestantes. Neumáticos
humeantes y cuerpos plantados en el asfalto exigen cambios que el diálogo no
supo fraguar, dejando a la tierra cerrada y a los ciudadanos exiliados en sus
propios caminos. A pesar de ello, la vida debe continuar y nuestro sustento
pende de vincularnos con otras regiones.
Entre tribulaciones que ya
se arrastran por lustros, me veo obligado a emprender un viaje, muy a pesar mío
y muy a pesar de las circunstancias tan adversas. Noches antes cargo ánimos y
hago una y otra vez mi equipaje para asegurarme que llevo lo necesario. Antes
de partir, exhalo con profunda nostalgia y abordo un taxi que pronto sortea
barricadas hasta la vieja terminal aérea. Afuera, los piquetes rinden homenaje
al estancamiento, obligándome a buscar refugio en un aeropuerto que se alza
como bastión de esperanza para quienes anhelan moverse.
La sala de embarque es un
caos medido por relojes atrasados. La fila para el registro de pasajeros
serpentea bajo luces mortecinas, con asientos rotos y el murmullo de quienes
esperan, resignados. Un espresso cuesta más que el heroico taxi en el cual
crucé las trincheras de adoquín apilado y los bocadillos poco decentes se
venden a precios de lujo. Mi pulso se acelera: ansío el despegue, pero temo la
impuntualidad legendaria de esta aerolínea monopólica que raudamente decae.
Al alcanzar el mostrador,
dos agentes batallan con pantallas que crujen, mientras las filas se
incrementan y los murmullos de descontento suben de tono. A falta de asientos
disponibles, comparto suelo con viajeros que usan sus maletas como almohada;
unos consultan libros ajados, otros teclean mensajes de despedida; muchos son
una extensión de la pared a través de los cargadores de batería de sus aparatos
portátiles. A cada murmullo que me llega, a cada retumbante voz de perifoneo
ininteligible, a cada paso que se da a mi alrededor, percibo el retraso como un
presagio que corroe mi aliento.
Una vez a bordo, la cabina
se convierte en jungla comprimida: codos que afilan silencios, bultos del
tamaño del pasillo y azafatas sobrecargadas de rostros impacientes que procuran
moverse con cautela para no reventar las costuras de sus apretados uniformes.
Una señora en pollera, sentada al lado mío, me ofrece una marraqueta con queso
que quien sabe de dónde la saca. Son horas de espera y las tripas ya reclaman,
así que dejo de lado mis melindros y acepto con boca enjugada aquel tibio pan
crocante, reconociendo un asidero de hogar mientras ascendemos sobre tierras
bloqueadas.
El rugido del motor se amolda
a mis latidos, mientras todos los pasajeros expresamos indiferencia ante las
instrucciones del personal de abordo. No termino de entender por qué se repite
ese mensaje metódicamente si se sabe que no causa aforo; a veces pienso que
sería mucho más eficiente tener a un comediante que transmita el importantísimo
mensaje de manera más receptiva.
Siempre que viajo en avión
disfruto mucho del despegue, de esa frenética carrera previa a decolar.
Disfruto la adrenalina al ver los interlineados de la pista fundirse en una
vertiginosa línea infinita, disfruto cómo la inercia me hunde en el asiento y
disfruto perversamente al ver las caras de terror en algunos pasajeros novatos.
Es un momento energético, pero además es la confirmación de que no hay vuelta
atrás ni habrá más retrasos (aunque reconozco que más de una vez hicieron
regresar a la terminal a algún avión abordado en mis viajes). Usualmente es el
momento más emocionante de cualquier viaje, sin embargo, en éste tuve la dicha
de cruzar por un cúmulo nuboso con mucha turbulencia. Me encantó sentir que la
aeronave se sacudía como un bronco recién sacado del potrero anunciando la
huida de recuerdos petrificados en criptas de memoria.
Después de un rato de
silencio hojeando la revista de a bordo, nos informan que vamos a aterrizar.
Terminado el descenso se abren las compuertas dando paso a la humedad que ataca
como un viejo espectro. Imbuido en paciencia aguardo mi turno para abandonar el
estómago de ese bicho de fierro. Salgo por una sonda ruidosa que nos regurgita
a todos en la sala de equipajes. Al viajar únicamente con un bolso de mano,
puedo salir de allí mostrando un rostro sádicamente contento que se clave en la
llaga de quienes aún deben esperar que aparezcan sus calzoncillos.
Una vez fuera de la
terminal subo al bus desvencijado que me conduce al centro, rodeado de paceñas
en pollera y gorro de lana a más de 30° de temperatura y comprendo que volar se
ha convertido en un acto de resistencia: democratizar el cielo mientras la
tierra se atrinchera. Cada boleto comprado, cada marraqueta o cuñapé compartido
y cada sombra liberada son escalones hacia un futuro donde, por fin, nuestros
caminos puedan converger sin barricadas ni fronteras.
Apeándome en la plaza, camino
hacia el Café Esperanto, santuario pueblerino de “alta alcurnia” donde vitrinas
cubiertas de líquenes laten en violeta. Egos cavernosos retumban como tambores
huecos. Me río internamente: esas voces estridentes contrastan con la serenidad
de mi poética, mientras los meseros saludan muy protocolarmente a elegantes
clientes que horas antes se les cruzaron en paños menores por los pasillos del
hotel.
Esa noche una parrillada
filosófica y al día siguiente, un taller que naufragó entre protocolos absurdos.
Tan irracional correteo, tantas ansias agolpadas, tanto suplicio burocratizado,
para retornar con manos vacías y memorias llenas que se alojaran entre el musgo
de otras vitrinas.
(SAMU 18 de
junio de 2025)
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