Estoy mejor que nunca. Como no hacerlo, si por fin me encuentro nuevamente; como no hacerlo si por fin dejo que me encuentren; como no hacerlo si ahora vuelvo a comprender que en la crueldad de la vida es donde se esconden los mejores tesoros de uno mismo; como no hacerlo si tengo la constancia de que hay algo al otro lado del sol; como no hacerlo si ahora tengo la oportunidad de coquetear con las tensiones del prójimo, que generan mi rebeldía; como no hacerlo si lo racional es placebo y lo irreal no deja de ser fútil.

jueves, 19 de junio de 2025

ENGULLIDO POR LA BOA

 

Nuevamente el país se desmorona bajo una crisis galopante: la moneda se devalúa cada amanecer, los pasillos del poder retumban con insultos y traiciones, y las carreteras (antes arterias vivas) se han transformado en trincheras de manifestantes. Neumáticos humeantes y cuerpos plantados en el asfalto exigen cambios que el diálogo no supo fraguar, dejando a la tierra cerrada y a los ciudadanos exiliados en sus propios caminos. A pesar de ello, la vida debe continuar y nuestro sustento pende de vincularnos con otras regiones.

Entre tribulaciones que ya se arrastran por lustros, me veo obligado a emprender un viaje, muy a pesar mío y muy a pesar de las circunstancias tan adversas. Noches antes cargo ánimos y hago una y otra vez mi equipaje para asegurarme que llevo lo necesario. Antes de partir, exhalo con profunda nostalgia y abordo un taxi que pronto sortea barricadas hasta la vieja terminal aérea. Afuera, los piquetes rinden homenaje al estancamiento, obligándome a buscar refugio en un aeropuerto que se alza como bastión de esperanza para quienes anhelan moverse.

La sala de embarque es un caos medido por relojes atrasados. La fila para el registro de pasajeros serpentea bajo luces mortecinas, con asientos rotos y el murmullo de quienes esperan, resignados. Un espresso cuesta más que el heroico taxi en el cual crucé las trincheras de adoquín apilado y los bocadillos poco decentes se venden a precios de lujo. Mi pulso se acelera: ansío el despegue, pero temo la impuntualidad legendaria de esta aerolínea monopólica que raudamente decae.

Al alcanzar el mostrador, dos agentes batallan con pantallas que crujen, mientras las filas se incrementan y los murmullos de descontento suben de tono. A falta de asientos disponibles, comparto suelo con viajeros que usan sus maletas como almohada; unos consultan libros ajados, otros teclean mensajes de despedida; muchos son una extensión de la pared a través de los cargadores de batería de sus aparatos portátiles. A cada murmullo que me llega, a cada retumbante voz de perifoneo ininteligible, a cada paso que se da a mi alrededor, percibo el retraso como un presagio que corroe mi aliento.

Una vez a bordo, la cabina se convierte en jungla comprimida: codos que afilan silencios, bultos del tamaño del pasillo y azafatas sobrecargadas de rostros impacientes que procuran moverse con cautela para no reventar las costuras de sus apretados uniformes. Una señora en pollera, sentada al lado mío, me ofrece una marraqueta con queso que quien sabe de dónde la saca. Son horas de espera y las tripas ya reclaman, así que dejo de lado mis melindros y acepto con boca enjugada aquel tibio pan crocante, reconociendo un asidero de hogar mientras ascendemos sobre tierras bloqueadas.

El rugido del motor se amolda a mis latidos, mientras todos los pasajeros expresamos indiferencia ante las instrucciones del personal de abordo. No termino de entender por qué se repite ese mensaje metódicamente si se sabe que no causa aforo; a veces pienso que sería mucho más eficiente tener a un comediante que transmita el importantísimo mensaje de manera más receptiva.

Siempre que viajo en avión disfruto mucho del despegue, de esa frenética carrera previa a decolar. Disfruto la adrenalina al ver los interlineados de la pista fundirse en una vertiginosa línea infinita, disfruto cómo la inercia me hunde en el asiento y disfruto perversamente al ver las caras de terror en algunos pasajeros novatos. Es un momento energético, pero además es la confirmación de que no hay vuelta atrás ni habrá más retrasos (aunque reconozco que más de una vez hicieron regresar a la terminal a algún avión abordado en mis viajes). Usualmente es el momento más emocionante de cualquier viaje, sin embargo, en éste tuve la dicha de cruzar por un cúmulo nuboso con mucha turbulencia. Me encantó sentir que la aeronave se sacudía como un bronco recién sacado del potrero anunciando la huida de recuerdos petrificados en criptas de memoria.

Después de un rato de silencio hojeando la revista de a bordo, nos informan que vamos a aterrizar. Terminado el descenso se abren las compuertas dando paso a la humedad que ataca como un viejo espectro. Imbuido en paciencia aguardo mi turno para abandonar el estómago de ese bicho de fierro. Salgo por una sonda ruidosa que nos regurgita a todos en la sala de equipajes. Al viajar únicamente con un bolso de mano, puedo salir de allí mostrando un rostro sádicamente contento que se clave en la llaga de quienes aún deben esperar que aparezcan sus calzoncillos.

Una vez fuera de la terminal subo al bus desvencijado que me conduce al centro, rodeado de paceñas en pollera y gorro de lana a más de 30° de temperatura y comprendo que volar se ha convertido en un acto de resistencia: democratizar el cielo mientras la tierra se atrinchera. Cada boleto comprado, cada marraqueta o cuñapé compartido y cada sombra liberada son escalones hacia un futuro donde, por fin, nuestros caminos puedan converger sin barricadas ni fronteras.

Apeándome en la plaza, camino hacia el Café Esperanto, santuario pueblerino de “alta alcurnia” donde vitrinas cubiertas de líquenes laten en violeta. Egos cavernosos retumban como tambores huecos. Me río internamente: esas voces estridentes contrastan con la serenidad de mi poética, mientras los meseros saludan muy protocolarmente a elegantes clientes que horas antes se les cruzaron en paños menores por los pasillos del hotel.

Esa noche una parrillada filosófica y al día siguiente, un taller que naufragó entre protocolos absurdos. Tan irracional correteo, tantas ansias agolpadas, tanto suplicio burocratizado, para retornar con manos vacías y memorias llenas que se alojaran entre el musgo de otras vitrinas.

 


(SAMU 18 de junio de 2025)

 

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