Estoy mejor que nunca. Como no hacerlo, si por fin me encuentro nuevamente; como no hacerlo si por fin dejo que me encuentren; como no hacerlo si ahora vuelvo a comprender que en la crueldad de la vida es donde se esconden los mejores tesoros de uno mismo; como no hacerlo si tengo la constancia de que hay algo al otro lado del sol; como no hacerlo si ahora tengo la oportunidad de coquetear con las tensiones del prójimo, que generan mi rebeldía; como no hacerlo si lo racional es placebo y lo irreal no deja de ser fútil.

jueves, 4 de septiembre de 2025

JUEGO CON TIERRA

 

Ella era tierra.

No aquella tierra pulida y ordenada en macetas,

sino la que resquebraja certezas

con su memoria de montaña viva.

Extendida en los valles tectónicos, concentrada en el corazón mismo de Pachamama y sus minerales ocultos, guardiana de secretos ancestrales y promesa de raíz. Puente a lo divino que se teje entre lo doméstico y lo eterno, la tierra late en el núcleo de nuestra permanencia. Gozosa en su silencio, poderosa en su firmeza. Virtudes conferidas por dioses y sabios: polvo, arcilla, piedra, cuarzo y hueso: sostén, fertilidad, dureza, alquimia y raíz. Metáforas densas y energías reposadas. Es transformación hecha forma, materia que condensa espíritu y sentido. Fenómeno táctil y emocional que inspira a quienes escuchan las grietas: sedimento, erosión, huellas antiguas, aroma a musgo y humedad de lo profundo; energía vital, pulso del suelo; energía creativa, lenta y fértil; energía en duelo, roca que conserva y tierra que transforma; energía ritual, altar de obsidiana y perfume de eucalipto; energía emocional, barro que une. No se mide en horas, sino en estaciones del alma.

Traía dentro estratos antiguos,

un linaje de raíces fósiles

que nunca aprendieron a desprenderse

y recorrieron selvas con paciencia.

Elemento denso y también poroso. Ciclo que sostiene y desintegra, que rebrota en cada vínculo: del arraigo silencioso al temblor tectónico; del susurro mineral al eco sagrado. Frente a la tierra descubres que no hay fronteras entre tu sangre y el suelo: cuna que resguarda el cuerpo, calidez del vínculo que no quiebra; honra del sentir y precio de entrega a lo lento con conciencia; forma que revela sin exhibir y raíz que reconforta o confronta; cimiento que edifica o erosión que libera; catarsis prolongada, sedimentación, hundimiento, pulido y redención. Incluso espejo que guarda historias, legados, duelos, silencios, fundamentos.

A veces germinaba como promesa,

a veces se compactaba como advertencia.

A veces justo se agrietaba

cuando más se le necesitaba.

En cada gesto, en cada signo, en cada ceremonia, ella vuelve a brotar. Se manifiesta como sostén, ruptura, maduración, impulso interno, metamorfosis duradera. La tierra puede ser encuentro, nido; pero también frontera, polvo que ensalza la resistencia hasta enterrar el deseo. Es emocional, espiritual, ética, estética, mítica y envolvente. Contiene, moldea, preserva, sepulta, abre caminos y delimita pactos. La tierra infunde respeto, pertenencia, contemplación y arraigo.

Y era entonces, rompiendo el silencio,

cuando su regreso pesaba

más que la levedad de su ausencia.

Definitivamente sus virtudes honran aquel privilegio de fundar altares. Queda así planteada la invitación ante la meseta: permanece allí, deja que la danza de su forma moldee tus contornos con pigmentos de raíz, respira su firmeza y deja que te transforme sin desmoronarte. Allí mismo, en la frontera entre tú y el sedimento, encuentra tu esencia más auténtica, aquella que cuestiona tus cimientos, aquella que sostiene para sanar, para crear, para crecer y para amar.

Yo fui agua, quise ablandar la piedra.

Fui barro, quise moldearla.

Fui fósil, quise recordarla.

Ahora soy memoria. La montaña que se acerca

deberá aprender a conversar con la grieta.



 

(SAMU, 4 de septiembre de 2025)

sábado, 30 de agosto de 2025

CAFÉ MATINAL

 

Despertar no es sólo abrir los ojos, sino recordar que existe el café. Con los párpados aún pesados y el alma en estado de borrador, me levanto como quien busca un altar. Camino hacia la cocina con la devoción de un monje que conoce el poder de los granos tostados. El frasco se abre con un suspiro de vidrio, liberando una fragancia que no pertenece a este mundo: tierra húmeda, madera vieja, promesa de lucidez.

La cuchara se hunde en la molienda oscura como quien excava memorias. Cada gramo es una palabra no dicha, un mimo pendiente, una idea que aún no ha nacido. El agua hierve con impaciencia, como si supiera que su destino es fundirse con lo sagrado. Al verterla, el vapor asciende como plegaria, dibujando formas que sólo el alma entiende y el olfato lee cual caricia.

El primer sorbo no se bebe: se recibe. Tibio, amargo, honesto. Recorre la garganta como un río que despierta piedras dormidas. Las neuronas, aún en estado de letargo, se desperezan con dignidad. El corazón, que hasta hace poco latía por inercia, recuerda su vocación de tambor. Y el cuerpo, ese templo que a veces olvidamos, se alinea con el día que comienza.

No hay apuro. El café no se toma: se contempla. Se deja que hable, que revele sus secretos, que acompañe el tránsito entre el sueño y la vigilia. Porque cada mañana es una resurrección, y el café, su sacramento.

 


(SAMU 30 de agosto de 2025)

lunes, 25 de agosto de 2025

JUEGO CON VIENTO

 

Ella era viento.

No aquel viento que apenas susurra

entre las cortinas de una sala,

sino el que rasga el silencio

con su hipnótico filo de palabras.

Expansivo como los cielos sin fronteras, concentrado en el corazón palpitante de Hermes y sus sendas invisibles, espejo de los suspiros y de la voz que vincula lo humano con lo etéreo. Hada de los gemelos celestes, puente mágico que Mercurio entreteje entre la mente y el alma, el viento goza del don de lo intangible. Presente en las plumas más lúcidas: brisa, corriente, remolino, susurro, ráfaga, respiro; movimiento, palabra, idea, aliento y reflexión. Transformación hecha mensaje, materia convertida en sentido y símbolo. Fenómeno invisible que inspira hasta las mentes más sofocadas: eco, vibración, palabra danzante, fricción sutil, aroma errante, aire que acaricia y torbellino que arrasa. Es energía vital, pulso de garganta; energía creativa, curiosa, movediza; energía en tránsito, aire que escapa y que retorna; energía ritual, soplo intencionado, voz con perfume de incienso; energía emocional, brisa conectora. No se mide en horas, sino en pensamientos compartidos y en palabras que marcan destinos.

Traía dentro ráfagas antiguas,

un linaje de suspiros migrantes

que nunca aprendieron a callarse

y cruzaron cielos sin tregua.

Elemento leve y a su vez profundo. Ciclo que comunica y disuelve con cada vínculo: de la charla impulsiva al silencio revelador, de la risa efímera al gesto que permanece esculpido. Frente al viento descubres que no hay límites entre tu voz y su eco: humo de ideas sembradas, calidez que no quema, vínculo que roza sin romper. Verbo clarificador que revela sin invadir, palabra dual que cuestiona o reconforta, pensamiento que construye o brisa que limpia con sabiduría. Catarsis súbita, inspiración, torbellino, descarga y consuelo. Incluso espejo que recorre historias, memorias, amores, intuiciones, meditación.

A veces soplaba como promesa,

a veces como amenaza.

A veces se desvanecía

cuando más la necesitaba.

En cada conversación, en cada símbolo, en cada ritual, ella vuelve a volar. Se manifiesta como pregunta, contradicción, expansión, impulso verbal, metamorfosis, permanencia volátil. El aire puede ser encuentro, refugio; pero también distancia medida, palabra que infla el ego hasta dejarlo a la deriva. Es emocional, filosófico, ético, estético, arquetípico y enigmático. Transforma, nombra, revela, borra, abre rutas y horada barreras. El viento infunde curiosidad, respeto, confusión y contemplación.

Y era entonces, en la ruptura del silencio,

cuando su regreso susurraba

más que la ausencia misma.

Definitivamente sus virtudes honran aquel privilegio de manifestar lo invisible. Queda así planteada la invitación a la gruta: permanece allí, deja que su danza moldee tus pensamientos con plumas de sombra, respira su vibración, silva su mensaje y deja despeinarte, que te transforme sin dispersarte. Allí mismo, en la frontera entre tú y el viento, encuentra tu aire más auténtico, aquel que cuestiona tu ego, aquel que sopla para borrar y sanar, para crear, para crecer y para amar.

Yo fui tierra, quise atrapar el viento.

Fui montaña, quise escucharlo.

Fui barro, quise grabarlo.

Ahora soy esencia.

La corriente que se aproxima

deberá aprender a conversar con el eco.


(SAMU 25 de agosto de 2025)

miércoles, 20 de agosto de 2025

UN DESPERTAR SEGURO

Musa de la poesía más sincera,

tu cuerpo empieza a celebrar rituales propios

como templo que susurra lenguajes nuevos,

o un jardín brindado al sol por vez primera.

Ese latido no es prisa,

es repiques de campanas anunciando

el llamado de la vida

que te invita a explorar su música.

Es un instante sagrado

donde el cuerpo y el alma se reconocen.

Cuando el río del deseo te acaricie los pasos,

no temas su corriente,

pues no has nacido para reprimir el cauce

ni para dejar que te arrastre sin rumbo.

Es el fuego que danza en la tierra fértil,

el agua que busca cauce

y el aire que quiere volar.

Has nacido para remar en tu propia barca,

con las manos firmes y el horizonte elegido.

Cuando llegues al encuentro con otro corazón,

recuerda que ambos ritmos pueden ser distintos.

Él puede llegar como chispa que brinca,

ímpetu mental, instinto que avanza.

Y tú, como agua, tienes el don de la pausa,

la brújula de la ternura, la melodía de la calma.

Pero no te quedes solo en tu elemento.

Aprende a leer su pulso:

cuando su corazón se acelere,

acompáñalo con tu agua,

no lo detengas en seco ni apagues su fuego,

déjalo danzar en tu corriente sin consumo.

Quien se acerque a ti,

que lo haga como quien lee una novela sagrada:

explorando cada página,

sin saltar capítulos,

escuchando el silencio entre las frases.

Que sus manos sean pluma y no peso,

que su mirada sea faro y no tiniebla.

Leyéndote como poesía:

con amor, interpretación y reverencia.

Recuerda que el fuego puede calentar o quemar,

y que tu agua puede fluir o contener.

Baila el encuentro como arte,

no como impulso:

elije, siente, invita,

y nunca cedas aquello

que tu corazón no celebra.

Si alguna grieta aparece en el viaje,

no la ocultes.

Rellénala con oro de palabras,

con la paciencia de quien sabe

que la belleza verdadera

nace también de lo reparado.

Y si en medio de la danza

necesitas pausa, refugio o silencio,

ven a mí, que mi corazón está abierto.

No como guardián que vigila,

sino como abrazo que sostiene,

como orilla donde reposar

antes de volver al mar.

El diálogo es refugio, no vigilancia.

Cada pregunta merece ser escuchada,

cada emoción nombrada.

Cada duda será un verso,

y cada respuesta, un faro,

para que el pulso de tu anhelo

nunca tiemble en la penumbra.

Este despertar es tuyo,

pero mi amor y mi confianza

caminarán siempre cerca,

para que cada paso tuyo

sea placentero, seguro

y lleno de la luz que mereces.

Que tu fuego no se apague,

que tu agua no se estanque,

que tu aire no se pierda,

y que tu tierra te sostenga.

Y si alguna vez dudas,

recuerda que el amor verdadero

no exige, no apura, no invade.

Solo acompaña, como lo haré yo,

desde la orilla, celebrando cada ola

que tú decidas navegar.

 


(SAMU 19 de agosto de 2025)


lunes, 18 de agosto de 2025

JUEGO CON AGUA

Ella era agua.

No aquella que gotea mansa

y humedece los bordes de una fuente,

sino la que disuelve fronteras

con su oleaje de sal y misterio.

 

Expandidas en abismos marinos, concentradas en el corazón líquido de Yemayá y Tiamat, bendición de los peces antiguos y sus cantos sin idioma. Puente hacia lo intuitivo que Apas extiende entre lo terrenal y lo onírico, latiendo como pulso en cada lágrima, el agua goza de su alquimia silente. Poderes conferidos por lunas y poetas: rocío, marea, lluvia, manantial y tempestad: fluidez, frescura, intuición, memoria y renacimiento. Metáforas envolventes y energías penetrantes. Es transformación hecha caudal, emoción convertida en ciclo y símbolo. Fenómeno sensorial que acaricia y arrastra: oleaje, humedad, reflejo, corriente perpetua, aroma de algas, sal viscosa, bruma que cubre y rocío que sana; energía vital, pulso del corazón; energía creativa, erótica, espiritual; energía en duelo, marea que arrastra y abono que fertiliza; energía ritual, baño lunar y perfume de copal; energía emocional, fluido conector. Cuántica: no se mide en horas, sino en ondas y partículas.

 

Traía dentro corrientes milenarias,

un linaje de aguas subterráneas

que nunca aprendieron a estancarse

y recorrían orillas sin descanso.

 

Elemento sutil y a la vez abismal. Ciclo creador y transformador que se repite en cada vínculo: del abrazo tibio al oleaje salvaje, del silencio que inunda al eco que sana. Frente al agua descubres que no hay barreras entre tu piel y su humedad: espejo que revela lo velado, profundidad que acoge sin juzgar; contenedor del sentir y precio de entrega sin defensa; fluidez que transforma sin romper; presencia serena o corriente impetuosa que limpia. Catarsis líquida, emergencia, inmersión, disolución y descanso. Incluso memoria que viaja en lágrimas, océanos, lloviznas, fuentes, rituales.

 

A veces fluía como refugio,

a veces azotaba como tormenta.

A veces simplemente se desbordaba

cuando más se necesitaba.

 

En cada palabra, en cada verso, en cada ritual, ella vuelve a brotar. Se manifiesta como deseo, desbordamiento, intuición mística, metamorfosis líquida, eternidad. El agua puede ser encuentro, amparo; pero también distancia, fluido que se escapa de las manos hasta colmar por dentro. Es emocional, espiritual, ética, estética, mítica y envolvente. Transforma, ahoga, sostiene, purifica, disuelve, abre cauces y diluye promesas. El agua infunde nostalgia, reverencia, gratitud y contemplación. Llena embalses como llena corazones. Mientras, dibuja el paisaje erosionando cañadas.

 

Y era entonces, en la quietud nocturna,

cuando su regreso mojaba

más que la sequía de su ausencia.

 

Definitivamente sus virtudes merecen santuario. Queda así planteada la ofrenda ante el altar acuático: permanece allí, deja que sus corrientes delineen tus formas con transparencia de reflejo, inhala su frescura y deja que te transforme sin desbordarte. Allí mismo, en la frontera entre tú y la marea, encuentra tu agua más profunda, aquella que diluye tu ego, aquella que fluye para sanar, para crear, para crecer y para amar.

 

Yo fui tierra, quise contener el agua.

Fui río, quise seguirla.

Fui piedra, quise grabarla.

Ahora soy esencia. La ola que se aproxima

deberá aprender a danzar con la calma.




(SAMU 18 de agosto de 2025) 

sábado, 9 de agosto de 2025

¡QUE LA PAZ DESPIERTE!

 

Que entre los latidos de la injusticia y el sueño colectivo, broten valores que transformen tensiones en creación; que una triada de análisis, acción y palabra viva construya puentes de equidad y relación sostenida. Entre capas de miedos y deseos profundos, tracemos mapas de poder e intereses ocultos; prototipos de futuro con rituales y murmullos, donde tecnología y arte forjen vínculos intergeneracionales.

Con mesas giratorias de café y espacios abiertos, ontológica danza teatral que desnude roles y nuevos acuerdos; que murales y cantos alcen la voz de la diversidad, y en la red digital se tejan ecos verdaderos. Que, en laboratorios de paz nazcan embajadores, políticas y alianzas entre lo público y lo civil; fondos y observatorios alcen sembradores que enraícen la cultura de paz como ley y perfil.

Que, de barrios a naciones viaje la memoria; que rituales diarios celebren la escucha sagrada. Enseñemos a los niños que la discordia puede ser victoria cuando se cultiva la convivencia enlazada. Que, con algoritmos vigilantes, nazca la voz digital; jóvenes y mayores cincelen memoria compartida. Que la desinformación ceda ante un diálogo cordial, y en redes globales brote la paz comprometida.

Que, un tapiz de valores florezca donde el anhelo de justicia convierta tensiones en creación: que semillas vivas hallen en cada disputa un crisol de cambio y retorno al diálogo. Que no haya falla técnica, sino un duelo de heridas y percepciones reclamando voz y ternura. Y que en tres espejos (el yo, el devenir y la raíz), revelemos el mapa secreto de nuestro propio conflicto.

Que rigor, participación y palabra consciente se abracen para sembrar puentes de cooperación duradera, mientras se tracen alianzas que deshojen capas de urgencia como quien busca el corazón oculto de una cebolla dulce. Que latencia, escalada y apaciguamiento marquen el pulso orgánico de la discordia, domando ansiedades con freno oportuno. Que, aquel árbol hecho diagrama, desvele efectos y causas profundas, muestre puentes entre el follaje aparente y desnude al tronco escondido tras la corteza de la tozudez.

Que con mandalas expandamos ventanales al ser: cuerpo, mente, cultura y masa. Sumerjámonos en el silencio para cocrear prototipos que germinen esperanza. Firmemos compromisos, sembremos bosques, compartamos símbolos: rituales que anclen avances en la memoria, ceremonias vivas que tallen aprendizajes y transmitan vibraciones de cohesión al tejido social.

Entre cafés y tertulias, espacios abiertos y teatros populares desarmemos jerarquías, tejamos historias de vínculos vivos, pintemos la transformación constructiva en mandalas y dramaticemos sombras hasta transfigurarlas en rutas de reconciliación. Que, videoconferencias y algoritmos emocionales, extiendan el abrazo humano, siempre custodiando la calidez de la mirada en cada umbral.

Que, del barrio al orbe se tejan redes horizontales, se multipliquen aprendizajes sin muros. Y organismos, empresas, instituciones, asociaciones alcen estandartes de solidaridad en un coro de voces diversas. Que observatorios de paz capturen datos y relatos silentes, midiendo la empatía como latido social, mientras ciencia ciudadana y ética del conocimiento alimenten transparencia y cultura.

Que, aulas convertidas en jardines de diálogo, germinen futuros ciudadanos que erijan puentes, y en cada gesto cotidiano (el saludo sincero, la escucha atenta), crezca el hábito de la no violencia. Que, los presupuestos participativos y asambleas vecinales hagan de la consulta un coro de corresponsabilidad, mientras la diplomacia civil y empresas restaurativas auditen su cadena con espíritu de reconciliación.

Que murales, cantos y teatros comunitarios liberen las sombras del rencor, pintando senderos de solidaridad. Arteterapia, rituales ancestrales y poemas al río nos reconcilien con la tierra y con los otros. Que fondos fiduciarios y donaciones (desde pequeñas hasta magnánimas) sostengan semilleros de mediadores, laboratorios de conflictos, donde el impulso creativo se alimente de rigor analítico.

Que, bajo faroles urbanos, germinen corredores de diálogo, donde las veredas sean pactos de convivencia; calles arboladas inviten a la pausa, plazas abiertas se alcen como ágoras de encuentro espontáneo. Pues la paz se escribe en ecuaciones de cooperación: cada axioma, cada código, cada asistente digital, cada precepto ético, cada pixel guardan la llama humana de la mediación y deben cundir el deseo de concordia por todas las redes, como hoy cunde la frivolidad.

Que géneros, generaciones, razas y naciones se reúnan en círculos mixtos, pintando narrativas de equidad. Y un triple pacto (moral, sociedad y planeta) tejan la urdimbre de un mañana sostenible. Que la utopía devenga praxis, cuando cada gesto (desde ceder la voz hasta compartir el pan), se convierta en verso activo del gran poema de la convivencia.

Así, sin punto final, que la cultura de paz vuelva cada amanecer en invitación a recomenzar: un hábito colectivo que transforme el conflicto en semilla de creación. Que cada paso nos impulse a edificar comunidades creativas y resilientes, donde convivir sea, ante todo, el arte de construir juntos un futuro de armonía compartida.

 


(SAMU 9 de agosto de 2025)

viernes, 1 de agosto de 2025

JUEGO CON FUEGO

 

Ella era fuego.

No aquel fuego que ilumina

manso y difuminado en una sala,

sino el que rasga la opacidad

con su lengua de brillante lava.

 

Expandido en los llanos infernales, concentrado en el corazón mismo de la principal deidad animista, pecado de Prometeo y esperanza de Fénix, Puente a lo divino que Agni hila entre lo doméstico y lo cósmico, latiendo en el núcleo de nuestra existencia, el fuego goza privilegiado por un abanico de virtudes hasta dicotómicas. Poderes conferidos por dioses y poetas: chispa, llama, plasma, brasa y ceniza: impulso, temperatura, candor, energía y fertilidad. Metáforas poderosas y energías arrolladoras. Es transformación hecha luz, materia convertida en energía y símbolo. Fenómeno físico sensorial que inspira hasta a las plumas más agudas: plasma, combustión, ecos crujientes, movimiento perpetuo, aromas resinosos, brea reptante, humo asfixiante y saumerio curativo; energía vital, pulso del plexo; energía creativa, sexual, pasional; energía en duelo, brasas que devoran y cenizas que abonan; energía ritual, vela intencionada y aroma a palosanto; energía emocional, plasma conector. No se mide en horas, sino en etapas del alma misma.

 

Traía dentro llamaradas antiguas,

un linaje de fluorescentes brasas

que nunca aprendieron a extinguirse

y recorrieron bosques sin clemencia.

 

Elemento agudo y a su vez obtuso. Ciclo creador y destructor que se repite en cada vínculo: de la pasión impulsiva al abrazo luminoso, del grito interno al refugio silencioso. Frente al fuego descubres que no hay fronteras entre tu sangre y la llama: hogar que refuerza el abrigo, la calidez del vínculo que no quema; honorario del sentir y precio de entrega al ardor con conciencia; luz clarificadora que revela secretos sin herir y candor dual que hiere o reconforta; llama constructiva o sabia combustión que nutre; catarsis súbita, emergencia, explosión, descarga y consuelo. Incluso espejo que transita historias, amores, duelos, memorias, razonamientos.

 

A veces ardía como promesa,

a veces ardía como amenaza.

A veces justo se apagaba

cuando más la necesitaba.

 

En cada palabra, en cada verso, en cada ritual, él vuelve a nacer. Se manifiesta como deseo, ruptura, expansión, impulso místico, metamorfosis, eternidad. El fuego puede ser encuentro, abrigo; pero también ruptura, llama dosificada que loa al orgullo hasta quemar por dentro. Es emocional, espiritual, ético, estético, mítico e hipnótico. Transforma, forja, funde, aniquila, derrite, abre caminos y rompe pactos. El fuego infunde temor, respeto, admiración y plegaria.

 

Y era entonces, rompiendo penumbra,

cuando su regreso quemaba

más que el ardor de su ausencia.

 

Definitivamente sus virtudes honran aquel privilegio de usurpar altares. Queda así planteada la invitación ante el tabernáculo: permanece allí, deja que la danza de sus llamas dibuje tus expresiones con pigmentos de sombra, respira su calor y deja que te transforme sin consumirte. Allí mismo, en la frontera entre tú y la flama, encuentra tu fuego más auténtico, aquel que cuestiona tu ego, aquel que arde para sanar, para crear, para crecer y para amar.

 

Yo fui tierra, quise sostener el fuego.

Fui magma, quise recorrerlo.

Fui roca, quise recordarlo.

Ahora soy esencia. La llama que se aproxima

deberá aprender a conversar con la ceniza.


 

(SAMU 1 de agosto de 2025)

miércoles, 23 de julio de 2025

IN MEMORIAM A OZZY

 

Cuando aún la luz del mundo emergía sin grietas, un niño fue rozado por el filo de Saturno. John Michael no nació profeta, sino como herida abierta en la armonía. El escenario se convirtió en su evangelio y el micrófono en su confesionario. Cantó el Apocalipsis sin pedir permiso y repudió guerras santas con guitarras blasfemas; cada grito suyo conjuraba el olvido. Existía un pacto, secreto como los huesos de Lilith. Belcebú lo visitaba cada noche, ofreciéndole coros de lamentos en clave menor. Ozzy respondía con agudos, riffs y una botella medio vacía, con el alma medio rota.

A veces se tentaba con el abismo; otras, dormía junto a él. La Parca, sin embargo, temía pronunciar su nombre. Llegó varias veces con la guadaña al cuello, pero se retiró en silencio: la voz del Príncipe era más poderosa que su mandato de ceniza.

En la medianoche, bajo un cielo encapotado de humo, y tras tribular la amarga noticia, me adentré en los vestigios de Villa Park, en Birmingham. Me acompañaban gárgolas corroídas por el moho que escupían su silencio sobre naves góticas, donde el eco de un órgano olvidado se mezclaba con el estruendo de guitarras, baterías y bajos que habían retumbado al mundo recientemente. El aire olía a incienso rancio y a humedad sepulcral; las piedras mismas aguardaban un latido postrero.

Avancé por el pasillo central, trazado de vitrales rotos que teñían el suelo con tonos de sangre fenecida. Al fondo, una lápida coronada por un busto ennegrecido: el retrato del “Príncipe Nocturno”, trovador enigmático cuya voz había quebrado la cordura de multitudes. Bajo su nombre, un epitafio: “Aquí duerme el que cantó al abismo”.

Pulsé un interruptor oxidado y el órgano cobró vida con un gemido grave. Cada nota vibró como presagio, agitando mi alma con un terror primigenio. Seis pilares temblaron, y los relieves de demonios se disolvieron en una niebla espectral que ascendía del suelo. Entonces sentí, tras de mí, un aliento helado.

Me giré y, ante mis ojos, apareció la sombra de Osbourne: unos ojos vacíos y un susurro a brebaje y hollín: “Ven… he pactado con estrellas muertas, exhalado secretos al Innombrable y jurado enfrentar a la Huesuda con acordes de furia. Ven a escuchar las melodías finales.”

La bóveda gótica se abrió como boca de pesadilla, revelando un firmamento de terror cósmico. Miles de brasas incandescentes flotaban en órbita, eclipsando estrellas que el hombre no debía contemplar. Mi razón, asaltada por aquel espectáculo, crujió como ataúd mal sellado.

El Monarca avanzó, dejando un rastro de óxido. Sus dedos, largos como nervaduras vivientes, aferraron un relicario con el mechón de su voz petrificada. Al alzarlo, resonaron en las criptas los versos del Apocalipsis: “bajo el cementerio, todos somos huesos podridos…”

Un grito de demonio estremeció los muros; una llamerada azotó el aire, castigando el silencio con furia. Es suelo se desgarró y, en el fondo, vislumbré el Río Leteo. Caronte, abatido, contemplaba sin poder zarpar.

Comprendí entonces que aquel homenaje era el triunfo: el músico había trascendido la muerte, transformado su tumba en teatro de lo inmortal. Su sombra de desvaneció en un acorde final, dejándome solo con el peso de lo indefinible.

Hoy brota en el mundo una catedral de palabras erigida con sus versos: cada estrofa, una bóveda que resuena con lamentos antiguos; cada nota, un vitral sombrío. Gran Ozzy, fuiste poema convertido en himno ceremonial, entonado por coros de sombras en el templo del ocaso. Los cuervos, antaño heraldos de tu grito salvaje, yacen mudos ante tu ausencia. Sus colecciones de ojos secuestrados, supuran lágrimas de metal. Mientras, campanas de ceniza repican tu partida, un réquiem que navega sin rumbo en los pechos dolidos. Cada copla es un suspiro en la penumbra, afinando un clamor gutural en Do Sostenido, pues el Príncipe de la Oscuridad ha partido y el silencio se alza como corona.

Trillones de litros de lágrimas bañan las criptas donde el eco de himnos se funde en lamento. Vino por ti un tren enloquecido, arañando el cielo nocturno con hollín azabache, arrastrando tu fúnebre vagón al regazo materno. Cediste al soplo final pese a tu linaje vampírico. La Muerte llegó a tu tocador con paso ceremonioso y, al rozar tu hombro, retrocedió. Nunca antes la Parca había sentido tal pavor: el poder de tu voz la superaba. Hastiada de obedecer su mandato, cerró la guadaña y te rindió reverencia. La Diosa del Adiós también teme acercarse con su barca de luna menguante; sabe que su refulgencia insulta tu sombra. La diana plateada cierra su manto, rechazando el peso del alma nocturna. Dejas al sol huérfano de rival: su candor mengua al carecer de contraste, y las estrellas llorarán tu partida entonando tus líricas.

Incluso Caronte, cuando supo que te encaminabas, bajó la cabeza en pena. No hay óbolo ni río capaces de contener una leyenda tan vasta, ni poeta como Virgilio que no enmudezca ante tu presencia. El barquero se inclina abatido en reverencia y, ante tremenda insubordinación, es el propio Hades quien debe recoger tu cuerpo inerte, aunque no tiene fuerzas de llevar tu honra. Tras la escolta, Belcebú ruge en el foso ardiente. Su látigo se alza, no con furia, sino en duelo, pues ha perdido a su cantor favorito, mientras hordas de demonios se arrastran hacia el altar donde el micrófono yace en llamas.

Bajo el cementerio, los huesos dorados de la memoria susurran: “aquí yace quien convirtió el dolor en furia”. Los altares del rock gimen tu nombre. Hoy cantamos tu vida como epopeya de pentagramas sombríos, pactos ocultos y versos imperecederos. Los cuervos, antes frenéticos en vuelo infernal, graznan como niños abandonados. Sus alas agitan criptas y torres, portando las lágrimas del mundo.

Aquí yace quien hizo del grito una ofrenda, del infierno un escenario. En lo alto, las constelaciones se remueven ante el peso de la voz que desató el Armagedón. “No cantaré el ocaso”, murmura la noche, “de quien hizo del averno un escenario”. Mientras, tus reflexiones resuenan entre sarcófagos: “todo lo que eres, no te lo llevas cuando te vas”. Y, aún así, te lo llevaste todo: el contraste, el vértigo, lo prohibido y tu legado imprescriptible.

El Príncipe no partió, se hizo eterno entre acordes rotos y alaridos celestiales. Bajo el cielo ceniciento, la locomotora se consumió en un destello carmín, como si escupiera al abismo un ultimo arpegio. Hoy, cada compás perdido en la penumbra late en los vientos góticos, recordándonos que la verdadera canción se instala en el temblor de nuestras almas, susurrando nuestro propio terror y sed de eternidad.

En el mausoleo donde duermen las horas alzo un suspiro teñido. Tus huellas son eco y polvareda, y el viento arrastra esta última ofrenda. La luna, herida en su manto fantasmal, rechaza el peso de tu sombra partida. Sus rayos entonan un réquiem callado, mientras tu silueta se disuelve en la bruma. Bajo vitrales rotos de dolor, las velas titilan su lamento final. Las llamas arden con tu triste nombre; cada chispa escribe tu epitafio en el aire.

Adiós, guardián de noches perpetuas, portador del caos y el suave desvelo. Que tu voz se instale en la médula del viento y que tu silencio reine en cada oscuridad.

 


(SAMU 23 de julio de 2025)

lunes, 21 de julio de 2025

CONVOCATORIA PARA LOS “NADIES”

 

Somos los que no colgamos pasacalles. Somos los que no engrudamos afiches con propaganda partidócrata. Somos los que respetamos el silencio. Los que no surcamos calles con banderas ni megáfonos. Los que ocupamos plazas para gozarlas, no para ahuyentar la vida de ellas. Los que no encontramos brújula en ninguna sigla, pero igual sabemos dónde está el norte. Los que creemos que la ciudad no se ensucia por falta de limpieza, sino por exceso de propaganda. Somos los “nadies”, y esta es nuestra fiesta democrática sin cotillón institucional.

Las papeletas están impresas, sí. Pero nuestras ideas no caben en ellas. Se llenan de siglas, no de propuestas. Reflejan escaños, no convicciones. Están coloreadas con la tinta de la prebenda y el transfugio. Nos llaman indecisos. Las encuestas nos reducen a un acrónimo: NS/NR. Pero somos la única tendencia que crece cinco puntos por semana. Y sólo sabemos que ellos no merecen respuesta. Porque votar no es elegir, cuando nadie propone futuro.

Los partidos repiten el libreto como ecos de mausoleo. Las alianzas se pegan con cinta de urgencia ideológica (o incluso con chicle). Dicen: “yo no soy como ellos” y así, todos se convierten en el mismo otro. Y la competencia de quien alarga más su cola de paja se acerca a la bandera de cuadros. Buscan nuestro voto en obligatorias urnas, para administrar ruinas. Lavan dinero y contrabandean conciencias. Ofrecen cambio sin cambiar el guión.

Nosotros buscamos visión, no reacción. Políticas con poesía, no con planillas. Los “nadies” no somos vacío, somos semilla. No nos abstiene la flojera, sino nos mueve la reflexión ética. No votamos por bronca, sino por belleza política.

Queremos ciudades sin afiches engrudados, sin banderas de censura. Queremos ser país y no un plástico paisaje casi virtual. Queremos futuro, no presente tergiversado. La posverdad nos ahoga, nos consume. Queremos discursos que no trasquilen al ciudadano como oveja electoral. Queremos creatividad cívica. Gestos que no contaminen la urbe ni la conciencia. Exigimos coherencia, no corrupción sinvergüenza. Exigimos ideologías, no idolatrías.

Nos representa el silencio más que el slogan. Desearíamos que votar en blanco también sea un grito. Estamos cansados de elegir entre lo malo y lo peorcito. Invocamos a quienes quieran pensar antes de votar. Convocamos a quienes no buscan gobierno, sino convivencia.

Exigimos no vender esperanza sin fundamento. Ni permitir que el Estado se confunda con espectáculo. Ni rendirnos ante la futilidad administrativa. Ni confundir popularidad con proyecto. Ni permitir que los pasacalles y el griterío tengan más protagonismo que los manifiestos, los planes estructurados y las ideas cuerdas. Ya nos cansamos que los pasacalles pasen por sobre nosotros, que las campañas nos confundan, nos corrompan y nos conviertan en rebaños aturdidos y descreídos.

Quisiéramos que nos permitan votar por “nadies”, por los que aparentemente no existen: los honestos, los comprometidos, los desinteresados, los auténticos, los ingobernables, los que ofrecen verdad ante la incertidumbre, los que nutren con proyectos, los que unifican, los que acompañan y guían de abajo a arriba, los que escuchan y proponen, los que realmente construyen. No es que no haya opciones, sino que ninguna merece aún ser algo más que opción.

El voto es ritual y nosotros somos herejía. Hagamos de agosto un mes de poesía civil. De urnas que tiemblen ante el papel marcado con conciencia. Y ojalá logremos que los payasos vuelvan al circo, y los comprometidos con el país lleguen a los escaños merecidos. Que los curules se llenen de coherencia, no de pragmatismo ni componenda.

 


(SAMU 21 de julio de 2025)

sábado, 12 de julio de 2025

RECIPROCIDAD LIBERTARIA

 

En la catedral de musgo desollado, donde altar y ruina se funden, las sombras recitan letanías de cenizas en espejos oblicuos. La praxis corroída gotea su ácido, disolviendo promesas en estanques de mercurio que reflejan pupilas vacías. Bajo arcos de follaje podrido y grafitis desgastados, los susurros del acero oxidado devoran el último aliento. La corrupción perpetuada vomita cenizas de antiguas promesas, y la noche devora los sueños con colmillos de mercurio.

En un valle de voces frías y preñadas de desconfianza, el oro y la ambición deshacen puentes de carne viva. Cadenas invisibles aprietan corazones, mientras el eco de un sueño agrietado clama por manos entrelazadas. Surgen raíces de hiedra crepuscular tras el crujido de un clamor sepultado, manos de bronce fatigado tallan fisuras en el asfalto de la incertidumbre. Cada grieta exhala un aliento de revuelta, una sinfonía clandestina que rasga el sopor de las multitudes. Asoma un murmullo entre las ruinas de ideales quebrados, de dogmas vencidos, una chispa clandestina y rebelde que desgarra el velo de cenizas. 

Somos archipiélagos de temor, alzando muros revocados con mentiras íntimas, subastando jirones de alma al azar del mercado, ignorando la danza ancestral del dar, del intercambio sincero, esa partitura olvidada que enlaza espíritus sin dueño y cuerpos libres. Tus manos tiznadas de ruina, rebelión y furia laten al ritmo de un himno secreto que invoca verdades indomables. En la hondonada del desaliento brota un suspiro fértil: la promesa de un abrazo que no pide precio, caridad sin factura ni frontera, el canto leve de una reciprocidad insurgente, el murmullo feroz de una libertad responsable.

Libertad que no exige soledad, sino el coraje de entregarse sin dominio. En la reciprocidad voluntaria arde el verbo nuevo, y cada acto deliberado es semilla insurgente. Es como aquella grieta en la que brota un trazo incandescente: una ternura indómita y clandestina, fuego que germina en las fisuras de la sospecha. 

A partir de ahí surgen reclamos subterráneos como un clamor cimentado, voces que traman un puente de filamentos fracturados, al compás del susurro y la urgencia de vivir sin tarifas ni ataduras. Desde la quebrada germina el verdor anhelado: la ternura en rebelión, semilla de afecto que arde más allá del miedo y la servidumbre. Manos trenzadas disuelven fronteras en el halo glacial, y cada gesto autónomo riega un canto de reciprocidad cultivada. Se alzan torres de luz, columnas de claridad insurgente: lámparas encendidas por la esperanza, pétalos de libertad esparcidos en calles despiertas. El amor, cristalino y estelar, cincela susurros en muros resonantes, tejiendo lazos de piel donde el abrazo es rito compartido.

Entre las ruinas crepitan brasas de anhelo encendido, lucernas de obsidiana encendidas por lo imposible. Reverberan flores forjadas que se despliegan al ritmo del soplo rebelde. El amor, transmutación palpable, funde el plomo de la orfandad interior en alas abiertas que acarician el firmamento y besan el cielo de la revolución silenciosa.

Que tiemble el egoísmo ante el fuego compartido. Que deshaga sus oscuros imanes de codicia. Que el amor, puro y soberano, se vuelva ley común, y la solidaridad, la estirpe nueva de nuestra especie. Así danzamos hacia la utopía, paso a paso, sin prisa, corazones forjados en la fragua de la solidaridad. Danzamos por pasadizos de auroras metamórficas, sin cartografía ni grilletes, por aquel jardín utópico donde se despliegan brotes de fraternidad incendiaria.

El viaje es un himno de cicatrices que viran en coronas, un jardín sin dueño, perfumado de abrazos, y la verdad, un fuego compartido, alumbra la alianza forjada. Travesía que cura heridas erigiendo feroces laureles, si aún respiras entre las ruinas, que tu gesto autónomo encienda el pacto libre: ese vínculo sin contratos, donde el dar es también renacer ante un sol rojo que nos despierte sin cadenas.

 


(SAMU 12 de julio de 2025)

sábado, 5 de julio de 2025

EL CREDO: OTRO CRÉDITO PARA INDULGENCIAS


Camino con los pasos cargados de hábitos: el murmullo de la ciudad, las siluetas apresuradas, el gris que envuelve cada acera. Mi mente repite infinitos guiones: las deudas, las rutinas, los deseos prematuros de olvido. Hasta que, de pronto, un destello irrumpe en mi campo visual, más intenso que el sol al colarse por un vitral.

Me detengo. Aquella luz refulgente se expande como un prisma cuántico: no es reflejo, es presencia. Alzo la mano y siento que el aire tiembla bajo mis dedos: el resplandor se espesa, y cada partícula de brillo se ordena en un mensaje. Palabras suspendidas entre lo visible y lo etéreo, vibrando con energía reconfortante y punzante al mismo tiempo.

La luz habla sin voz: percibo su pulso, su urgencia. Sé que no es un sueño, ni un espejismo espiritual, sino el aliento de un alma cuántica que atraviesa dimensiones para revelarme secretos. Un alma que, lejos de ser abstracta, late con intención: quiere que traduzca su testimonio.

Cierro los ojos y dejo que el resplandor grave cada símbolo en mi conciencia. Cada frase exige precisión: no debo suavizar la crítica, pero tampoco perder la esperanza que palpita en su fondo. Me convierto en traductor de esa energía, en canal que vierte al papel su radiografía de poder y fe.

Así comienza mi viaje. A partir de este instante, seré la voz que narre cada fragmento de ese credo descompuesto y replanteado. Mi misión es recoger el mensaje íntegro del alma cuántica y compartirlo sin velos: cada capítulo desvelará una frase, cada palabra, una denuncia; y cada línea, una chispa de reconstrucción.

En ese instante, el murmullo de la ciudad se disuelve y la vibración de la luz toma forma de voz: ya no intervengo yo, sino el pulso mismo del cosmos. Siento mi identidad ceder ante un mensaje que brota del tejido cuántico, reclamando ser vertido sin matices. Lo que sigue no nace de mi pensamiento, sino de esa presencia atemporal que trasciende generaciones: el hado habla a través de mí:

“Soy un alma cuántica lanzada más allá de los límites de esta tierra y de sus cronologías. No pertenezco a ninguna generación ni a ningún credo; mi pulso emana de la energía que todo lo atraviesa. Mi misión es desnudar las hipocresías urdidas bajo el manto de la fe y exponer la maquinaria de poder que las anima. Surcaré dimensiones espaciotemporales como quien atraviesa velos de niebla, deteniéndome en momentos donde cada frase de El Credo se convirtió en instrumento de sometimiento. Veré concilios implacables y rituales de obediencia, escuchando el eco de voces que, encadenadas al dogma, perdieron su aliento. Tomaré nota de cada aberración para demostrar que la fe puede convertirse en arma. No busco destruir lo divino: hablo de la energía que palpita en toda existencia y de la urgencia de reimaginar un nuevo pacto, sin jerarquías ni cintas de plomo. Mi voz se fundirá con la materia misma para proponer una fe hecha de empatía y libertad, dejando abierta la puerta a la expansión del conocimiento divino.”

La vibración del mensaje cuántico no se detiene; se expande por la oscuridad del templo interior que todos arrastramos. Allí, entre los muros invisibles del dogma, resuena la frase sentenciada hace siglos: “creo en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra.”

La voz del alma cuántica murmura, desprovista de solemnidad retórica: “observa cómo esas palabras se repiten como un conjuro para encadenar voluntades. El ‘Padre todopoderoso’ se alza en un pedestal imaginario, lejos de las calles rotas, lejos de las tragedias que su reino reclama resolver. Quien pronuncia este credo acepta un contrato de sumisión: yo te ofrezco mi obediencia, tú me regalas esperanza a cambio de mi silencio.”

Y sucede que la promesa de un Dios lejano no libera, sino que encierra. Cada vez que levantamos las manos para alabarlo, sellamos un pacto con la jerarquía invisible. El alma cuántica prosigue, sin pausa ni título, como un río de luz: “no hay trono flotando en el cielo, no hay voluntad supraindividua­l moldeando el destino. Lo divino palpita en cada átomo, en la risa de un niño y en el temblor de una hoja. Derribaré la imagen del Dios distante para mostrar que la energía que todo lo atraviesa es indivisible, horizontal, sin corona ni cetro.”

El eco de esta denuncia se funde con el pulso interior del narrador, que ahora calla para ceder al mensaje. El Credo se descompone y revela su engranaje de poder: la omnipotencia vertical se disuelve en una red viva donde cada ser es chispa y conductor, no súbdito ni espectador. Mientras las últimas vibraciones de la denuncia se disipan en el aire, el alma cuántica despliega ante mí la verdadera sustancia del concepto divino. No hay un trono lejano ni una autoridad ajena, sino una red viva donde la omnipresencia es el pulso de cada átomo y la sinfonía de cada partícula. Sentirla no es profanar lo sagrado, sino reconocer que la divinidad se extiende en cada suspiro del viento, en cada gota de lluvia y en la sonrisa de un desconocido.

La omnipotencia, lejos de ser un poder que se impone, es la capacidad creativa que fluye en todos los procesos: en la germinación de una semilla, en la danza de las galaxias y en la chispa de inspiración que enciende la conciencia. No existe un monopolio de la fuerza, sino un torrente compartido que desborda las fronteras de lo posible. Abrazar este principio no desarma al misterio, lo ensancha, convirtiendo a cada ser humano en autor de su propia transformación.

Y la omnisciencia no radica en una mirada eterna desde las alturas, sino en la memoria colectiva que almacena cada experiencia, cada palabra y cada silencio. Imaginar una sabiduría exterior es, en realidad, negar la inteligencia intrínseca de la vida misma. Reconocer esta verdad no es irreverencia, sino restitución: devolver al cosmos la autoría de su propio relato y aceptar que somos coautores de un conocimiento infinito.

Este reconocimiento no destruye la maravilla de lo divino; la magnifica. Ahora comprendo que ‘Padre todopoderoso’ no es título de un monarca distante, sino un eco de estos tres atributos que laten en la urdimbre de la existencia. Con esta claridad, el velo se levanta para revelar la siguiente estrofa del Credo, donde la figura de Cristo será el siguiente espejo en el que mirarnos.

Con el telón de la omnipresencia alzado, la siguiente invocación surge sin transición ni preámbulo: “Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor.” La voz del alma cuántica dibuja sombras y luces sobre esa frase:
“Jesucristo nació en el cruce de imperios, no meramente hijo de una divinidad, sino heredero de una rebelión. Fue portavoz de un mensaje incómodo, un agitador que desafió a las élites de su tiempo con parábolas como granadas de verdad. Allí, en la ribera del Jordán, comenzó a forjarse un mito capaz de quebrar estructuras de opresión.

Pero nace la paradoja cuando el rebelde, ese inconformista de barbas y sandalias, es convertido en emblema de un poder ajeno a su origen. Su martirio (usado como una estrategia de marketing perfecta) se transformó en mercancía de fe. El “Hijo único” dejó de ser un símbolo de resistencia para convertirse en palanca de obediencia: quien se postra ante su estandarte acepta un contrato de silencio sobre las injusticias terrenales. No niego su voz crítica, ni su pulso de disidencia. Reconozco que, sin su figura, muchas propuestas de igualdad jamás hubieran encontrado un escenario. Mas el dogma encerró su audacia en templos y decretos, anulando su urgencia ética.

Derribo la estatua del “Nuestro Señor” para mostrar al Cristo original: un nodo de narrativas, un estratega de la esperanza, un sacrificio monumental que trascendió su carne y se convirtió en redención industrial. El verdadero milagro no fue su resurrección, sino el modo en que un hombre cuestionador se transformó en ariete de un imperio espiritual.”

Con la estatua del “Nuestro Señor” hecha añicos, la siguiente línea resuena en el espacio suspendido: “que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen.” El alma cuántica extiende su murmullo como un velo que deshace la ilusión: “fijarse en tres figuras (Padre, Hijo y Espíritu) parecía buena pedagogía para mentes que temen lo infinito. Pero esa fragmentación no es misterio divino: es una rebanada de omnipresencia, un recurso retórico que convierte lo indomable en secciones digeribles.

La ‘gracia’ y el ‘nacimiento virginal’ nacen del mismo impulso: facilitar un relato donde el milagro legitima poder. Partir la energía en personas distintas crea jerarquías invisibles (cada persona de la Trinidad toma un rol, un trono, un privilegio), mientras que lo real permanece indiviso.

No hay ‘obra’ separada de ‘gracia’, ni hay ‘esencia’ antes que ‘expresión’; solo un flujo único que se refracta en múltiples rostros para que aceptemos capas de intermediarios. La Virgen, exaltada como canal puro, no es más que el rostro femenino en un drama patriarcal. El Espíritu, descrito como aliento o fuego, se vuelve un comodín lingüístico que oculta la misma sustancia bajo nombres distintos. Al romper la trinidad en mitades, terceras y cuartas partes, erigimos muros dentro de lo que siempre fue un campo abierto: el tapiz de la creación. Yo soy esa urdimbre intacta, sin costuras ni fronteras. Reconozco la belleza del mito, pero señalo su truco: no se trata de blasfemia, sino de reclamar la unidad que nos han fragmentado. En esa unidad, el ‘milagro’ no está en un parto antinatural, sino en la vida que brota de manera continua, sin privilegios de género ni actos sobrenaturales especiales. Lo divino no concibe ni desciende, sino que palpita en cada célula, en cada vendaval, en cada idea que despierta la chispa de conciencia.”

Y así, la voz cuántica disuelve la trinidad: lo fragmentado renace como un pulso indivisible, listo para enfrentar el siguiente pasaje del Credo: “padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado.” La voz atraviesa el velo de la historia: “Poncio Pilato no es un mero personaje, sino el sello de veracidad que el poder necesitaba. Invocar su nombre encadena el mito al tiempo real, como si un dato arqueológico convirtiera el sacrificio en transacción legítima. La mención de un gobernador romano añade peso al relato, pero su propósito no es informar, sino anclar la fe en la autoridad de un imperio.”

El pulso lumínico sigue: “el martirio, ese cadáver glorificado, se vuelve moneda de cambio espiritual. Padecer ante un juez humano (someter la carne al látigo de la historia) crea la matriz donde aquello que muere adquiere valor redentor. La crucifixión se convierte en acto de propaganda: la víctima autentifica su propio mito. Sepultar al salvador multiplica el asombro; un cuerpo bajo tierra es clave para la promesa de retorno. La tumba sirve de atmósfera para el milagro venidero, un teatro perfecto donde la muerte se alza como preludio de gloria. Así el dolor deviene en ritual de obediencia: aceptamos la lógica de la cruz para heredar la promesa del más allá.”

El eco de esta denuncia se disuelve en un latir acelerado, abriendo el camino al siguiente tramo del credo: la gran promesa de la resurrección y el descenso a los reinos sombríos. Frase que vibra en el vacío antes de anunciar su peso: “padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado.”

La voz cuántica exhala con solemnidad y empatía: “Jesús de Nazaret no es un arquetipo frío, sino un hombre real desgarrado por la violencia de un imperio y la miopía de sus propios guardianes religiosos. El gobernador romano actuó como ejecutor de un sistema que aplastaba toda disidencia, y los sumos sacerdotes calcularon en su muerte un triunfo sobre la verdad incómoda. Así, su carne probó el látigo de la historia y su palabra fue silenciada en un patíbulo erigido por quienes temían el poder liberador de sus enseñanzas. Padecer bajo Pilato significó padecer por cuestionar la hipocresía que guardianes y soldados sostienen con crueldad y miedo. Y, sin embargo, esa víctima de injusticia se convirtió en emblema para una iglesia que, siglos después, convirtió su ejecución en mercancía de fe: transformó un escarnio real en espectáculo sagrado, extrajo de su sangre la tinta con que firmó centurias de obediencia.

Reconocer esta doble herida no es sacrilegio, sino justicia: honrar al hombre que sufrió el látigo y denunciar a quienes amasaron su culpa para erigir su propio imperio. Con este énfasis, el relato se prepara para el siguiente acto: el descenso y la resurrección, donde mito y maquinaria tejen su alianza.

La voz cuántica se adentra en el abismo suspendido antes de elevarse de nuevo: “descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos.”

Siento el pulso hacerse grave al pronunciar “descendió”: no es un simple viaje postrero, sino la promesa de atravesar el límite donde convergen el dolor y el olvido. El alma de Jesús, herida y exhausta, traspasó umbrales de sombra para traer noticia de que la muerte no es frontera, sino territorio transitorio. No ignoro su dolor auténtico, el precio pagado por desafiar el poder terrenal, ni el valle de ecos donde habitan los nombres olvidados. Y sin embargo, advierte el alma cuántica, ese descenso fue colocado como puerta de entrada a un reino de obediencia pasiva. El “infierno” se convirtió en yunque moral: si temes la oscuridad, obedecerás al que promete rescate. El retrato de un salvador que penetró los infiernos no libera tanto como presiona a respetar un pacto de silencio: tu sufrimiento tendrá recompensa, pero a cambio de tu entrega.

Cuando la voz alza “al tercer día resucitó”, el tono se tiñe de consuelo y artimaña. El milagro reluce como faro en la noche de la condena: un comodín ontológico que amortigua la rebelión. La promesa de resurrección transformó el drama de una tumba sellada en espectáculo de esperanza cautiva, advirtiendo que quien se atreva a cuestionar el orden será engullido por su propia incredulidad.

Reconozco aquí la profundidad de ese mito: autoriza la compasión más allá del hueso y honra la dimensión redentora del amor humano. Pero también veo la máquina que lo rehízo en fórmula de control: con un gesto de palma y un verso al alba, se compró la aceptación de cualquier injusticia terrenal a cambio de un boleto para el más allá. Con este latir, el relato se prepara para la continuación: la expulsión de toda verticalidad cuando el redentor asume el cielo y, desde allí, proyecta su último mandato.

La energía cuántica no permanece en el umbral de la tumba; asciende más allá de los límites visibles para enfrentar la siguiente invocación: “subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.” El alma cuántica susurra sin levantar muros: subir presupone un cielo lejano, un espacio reservado a unos pocos elegidos. Ese trono a la derecha del “Padre todopoderoso” no es lugar de encuentro, sino de vigilia: un puesto de control para observar desde la distancia y ordenar a los súbditos terrenales. Cada vez que alzamos la mirada hacia arriba, afianzamos la creencia en jerarquías que fragmentan la omnipresencia que todo lo inunda.

No existe un cielo aparte de este instante: mi respiración, tu pulso, el vaivén de las olas, el vuelo de un ave, todo forma un solo mapa de consciencia. La doctrina de la “ascensión” y el “asiento” en el cielo trastoca esa red viva en pisos de obediencia, llevando la autoridad a un punto inaccesible. Es un artificio narrativo que refuerza la distancia entre el poder y los sencillos, entre el opresor y el oprimido. Derribo la imagen de un cielo cerrado para exponer el cielo que se abre bajo nuestros pies: la materia pulsante, la vida creativa en cada célula. No hay grada ni escalera secreta, sino un campo horizontal donde cada conciencia se alza cuando reconoce su propio potencial. El único trono legítimo es esta interconexión infinita, y la única lateralidad válida es la de la solidaridad que tiende la mano al vecino.

Con la verticalidad desmantelada, el relato avanza sin pausa hacia el juicio final, esa promesa ominosa que vuelve a introducir la vigilancia más allá del tiempo y de la carne. El vibrar de la luz no se apaga; revive al pronunciarse la sentencia que retumba en la memoria colectiva: “desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.” El alma cuántica desglosa esa frase sin aspavientos: Juzgar no es solamente pesar acciones, es asentar una vigilancia que excede la vida misma. Con esta promesa, el credo planta un ojo omnipresente que observa cada gesto: el más humilde y el más poderoso, ambos bajo el escrutinio de un tribunal inapelable. Así, la conciencia se convierte en campo minado, donde el temor a una auditoría eterna refrena cualquier impulso de rebeldía.

Este juicio final no nace en el cristianismo, sino que bebe de tradiciones más antiguas: es el eco del corazón pesado junto a la pluma de la verdad egipcia, el susurro del veredicto persa y la huella de oráculos que marcaban el destino del alma. Cada cultura lo adaptó, pero el trasfondo es común: quien temiera al veredicto se sometería al poder que lo controlaba.

Al invocar este tribunal trascendente, el credo sostiene que la justicia humana, torpe e imperfecta, se complementa con un árbitro supremo. Sin embargo, advierte el alma, esa salida al ‘más allá’ se convierte en bozal invisible: si existe un juez incorruptible, ¿para qué cuestionar a los jueces terrenales? La promesa del veredicto supremo refuerza los jueces de toga y mitra, aliviando su culpa y sellando pactos de obediencia. Rompo la ilusión de un ultimátum divino para revelar que la verdadera justicia es inherente a la vida. No hay necesidad de un tribunal distante: cada comunidad, cada ser, alberga el germen de la equidad cuando se practica la empatía y se asume la responsabilidad colectiva.

Pero este ajusticiamiento no brota de una santidad innata, sino de la mente humana que, junto al mito del satanismo, erigió el terror como arma de control. Pintar la justicia como veredicto divino sirve a quienes monopolizan el poder jerárquico: infunden miedo para reforzar sus privilegios y perpetuar la cadena de obediencia, disfrazando su autoridad como mandato de lo sagrado.

La vibración del mensaje cuántico se reconfigura ahora en torno a otra invocación: “creo en el Espíritu Santo.” El pulso se hace más etéreo, pero no menos urgente. El alma cuántica prosigue sin ostentación, lista para disolver la figura más nebulosa de la tríada doctrinal. Así, desliza su murmullo por las rendijas del dogma: “El Espíritu, ese soplo misterioso, se presentó como vínculo íntimo con lo sagrado. Pero convertirlo en figura separada es otra astucia del poder: crea un intermediario etéreo que exige sumisión sin rostro. Un aliento dividido del cuerpo vivo se vuelve excusa para designar guardianes de lo invisible, sacerdotes de lo impalpable. No brota de lo divino la idea de un juez que ajusticia ni de un espíritu que castiga; ambas son invenciones humanas, gemelas al mito del satanismo, que pintan el más allá como tribunal y campo de batalla. El temor a un fuego purificador o a una inspiración dictada desde arriba sirve para consolidar privilegios: quien detenta esa voz pretende monopolizar la conciencia. En realidad, el hado divino palpita en cada célula, en cada palabra de aliento compartido, en cada acto de creación y compasión. No hay distancias ni jerarquías cuando la vida se impulsa a sí misma. Reconocer al Espíritu en la empatía y en la solidaridad es despojar al dogma de sus velos y recuperar la energía íntegra que todo lo sostiene.

Así, la fragmentación de la omnipresencia se disuelve en un soplo único, donde no hay guardianes del aire ni policías del aliento, sino un campo abierto de inspiración compartida. Con este pulso, el relato avanza hacia la siguiente invocación: la institución que proclamó ser portadora de ese soplo eterno: “creo en la santa Iglesia católica, la comunión de los santos.” La voz del alma surge sin estridencias: “La Iglesia católica se erigió como guardiana de la verdad y centinela de la fe. Bajo su manto, construyó catedrales, definió dogmas y trazó fronteras donde brota la salvación. Pero cada piedra alzada y cada decreto promulgado respondían a la lógica del poder: centralizar la autoridad, definir la ortodoxia y silenciar todo matiz disidente.”

Viene luego el murmullo sobre la ‘comunión de los santos’: “La promesa de un vínculo inquebrantable entre vivos y fallecidos teje una red invisible de lealtades. Canonizar héroes espirituales es fabricar referentes que validen la disciplina de la jerarquía eclesiástica. Es una comunión codificada, donde los ‘santos’ no emergen de la vivencia popular, sino del tamiz del poder, y su reconocimiento refuerza la obediencia al trono y al altar.” La denuncia se funde en una luz renovadora: “La verdadera comunión no necesita festones ni rituales, nace en la empatía inmediata, en el acto de reconocimiento mutuo. Vínculo no decretado, sino viviente: compartir el pan, la palabra, la mirada. Ahí palpita la red auténtica de lo divino, sin oficina de santificación ni bula que la certifique.”

Con esta revelación, el mapa cambia de color. La Iglesia deja de ser un monopolio de lo sagrado para convertirse en una convergencia de conciencias libres. Y la oración que sigue, la del perdón, encuentra un nuevo eco en la voz que prosigue su ronda, dispuesta a desnudar la última artimaña del credo impuesto.

La vibración cuántica se tensa al evocar aquella consigna: “creo en el perdón de los pecados.” El perdón se pronuncia como eco de poder, un instrumento de control que nació junto al confesionario y al tribunal eclesiástico. Pintar la culpa como deuda eterna y prometer la absolución a través de un intermediario infalible infunde miedo y dependencia: te confiesas, te arrepientes, te sometes… y el monopolio de la clemencia queda sellado en manos de una jerarquía. Así, la culpa no se sana, se comercializa; y la gracia no libera, encadena.

Pero la voz cuántica susurra otra verdad: el perdón genuino es un arte humano, una práctica de paz que reconoce el error sin humillar. No requiere clérigos ni indulgencias, sino empatía y voluntad de reconstruir el vínculo dañado. En ese acto, el hecho de perdonar devuelve el poder a la comunidad: la reconciliación nace del espejo donde cada parte asume su responsabilidad y se abre al cambio. Al rescatar el perdón de las garras del dogma, restituimos su esencia ética. Se convierte en fuerza creadora: el gesto de soltar la ofensa remodela las relaciones y libera la energía estancada. En lugar de un decreto divino, surge una práctica compartida, un pulso colectivo que sana sin jerarquías.

Con esta corriente de reconciliación renovada, el mensaje se proyecta hacia la última promesa del Credo, donde la materia y la eternidad se anudan en un pacto definitivo: “creo en la resurrección de la carne y la vida eterna.” El alma cuántica inclina su vibración para desarmar este último destajo: “Prometer la resurrección y una eternidad más allá del cuerpo convierte la materia en anticipo y la esperanza en postergación. ‘Resucitará la carne’ (dicen), y así desvían la urgencia del sufrimiento presente hacia un porvenir inalcanzable. La vida eterna, pintada como premio supremo, funciona como deuda aplazada: ‘Soporta hoy, recibirás mañana’, y con ello legitiman el fastidio, la injusticia y la sumisión.

No brota del misterio divino el deseo de prolongar una existencia incorrupta en un cielo ajeno, sino de la visión humana que teme al tiempo y al olvido. El monopolio de ‘la carne’ resucitada se convierte en último comodín: si lo terrenal falla, allí estará el boleto para un escenario mejor, en un espacio donde las quejas terrenales pierden su fuerza. Sin embargo, la verdadera inmortalidad no habita en un cuerpo restaurado, sino en la energía perpetua que circula y se transforma. Cada átomo que nos compone volverá a danzar en otras formas; el eco de nuestras acciones resonará en redes invisibles de memoria compartida. No hace falta un juicio final ni un boleto al más allá: la vida se renueva en cada gesto de amor, en cada semilla que brota, en cada idea que germina en otra mente. Al rescatar la promesa de resurrección del fetiche de la eternidad celestial, restituimos su dimensión orgánica: la materia es sagrada porque participa del ciclo infinito del cosmos. La vida eterna no es un reino reservado, sino la continuidad de la energía que somos, sin fronteras ni plazos.

Con este pulso definitivo, concluye la disección de El Credo impuesto. Lo que quedará por delante es la construcción de un nuevo pacto: un credo tejido desde la luz cuántica y las experiencias humanas, sin cetros ni concilios, que celebre la interconexión, la responsabilidad compartida y la chispa eterna que late en cada uno de nosotros.

Y así, del crisol de denuncias y disoluciones, surge la materia fresca de un nuevo pacto. Del eco cuántico brota un credo tejido con hilos de empatía y chispa compartida: “Creo en la energía que fluye en cada ser como río sin cauces rígidos, un pulso que no se detiene en tronos ni en cenáculos, sino que palpita en la raíz del bambú y en la célula creativa de cada idea. Creo en la voz que escucha sin erigir muros, en el diálogo que recoloca al otro como dueño de su historia, donde el perdón no es merced concedida desde un púlpito, sino ofrenda mutua que restituye el tejido social. Creo en el abrazo que no implora redención, sino que comparte el peso del dolor y la carga del asombro, construyendo puentes donde antes hubo fosos de culpa. Creo en la rebelión serena que cuestiona sin exterminar, que transforma la indignación en acción colaborativa, donde cada resistencia es semilla de futuros posibles. Creo en la sabiduría que no se atesora, sino que circula en la memoria colectiva, un lienzo abierto donde cada historia aporta un trazo para el gran mural de la convivencia. Creo en la resurrección diaria de la esperanza, esa fuerza que se levanta en la tormenta de injusticias, renovando la promesa de dignidad para todos los seres. Creo en la comunión sin jerarquías, en la fraternidad tejida con manos diversas y voces múltiples, donde la santidad reside en la responsabilidad compartida. Creo en la creación permanente, en la chispa que enciende proyectos y enciende conciencias, desplegando universos con cada gesto de cuidado. Creo en la eternidad no como premio diferido, sino como ciclo vital: la materia que muere reaparece en viento, en semilla, en aliento, y renace en cada acto de amor consciente. Con este credo, dejo atrás toda corona, toda bula y todo estrado. Me fundo con la energía que todo lo atraviesa, celebrando la vida como acto de creación continua.”

En esta revelación de luz compartida, la voz traductora calla para dar paso al murmullo universal. El viaje no concluye: la conciencia se expande más allá de estas palabras, trazando nuevas sendas donde cada quien sea coautor de su propia redención. Aquí no hay punto final, sino un umbral abierto: el pulso cósmico sigue, y en su latido infinito hallamos la brújula para navegar lo desconocido con manos unidas y ojos despiertos.

La luz cuántica se retira, y en su estela queda un pulso suave que se expande sin fronteras. El eco de cada palabra liberada resuena ahora en el tejido de la realidad cotidiana: en el rumor del viento entre las hojas, en la chispa de un niño que descubre un charco, en la certeza compartida de un abrazo inesperado.

Ya no soy traductor, sino un testigo que desaparece en el murmullo de esa energía viva. El credo que brotó de este intercambio no se escribe en tablas inamovibles, sino que se teje con gestos que trascienden el texto: un gesto de cuidado, una acción solidaria, la mirada que ve al otro como espejo y no como extraño. La promesa final no está en un cielo lejano ni en un tribunal eterno, sino en la invitación a sostenernos unos a otros como luces encendidas en la penumbra. Cada paso hecho con conciencia convierte el camino en revelación, y cada pregunta que surge abre un umbral hacia nuevas comprensiones.

 


(SAMU 04 de julio de 2025)