En la entraña húmeda de la tierra, donde el sol no manda, pero persuade, germina el café como promesa oscura, como conjuro vegetal que aguarda su destino. No nace por técnica, sino por pacto: la semilla se entrega, la tierra la acoge, y el tiempo la bendice con paciencia. Cada grano es un latido enterrado, un mapa de lluvias y soles por venir. La cosecha es ceremonia: manos sabias palpan el fruto como quien lee el pulso de un corazón dormido. El tueste es alquimia: el fuego transforma sin hervir, y el aroma que emerge es la voz de la tierra hecha perfume. La molienda es ruptura sagrada: cada grano, al quebrarse, libera su alma, esperando el agua como amante paciente.
Entonces, el agua hierve como deseo contenido y abraza el polvo oscuro en un beso secreto. Surge el elixir: vapor que escribe cartas en el aire, perfume que traza senderos en la mañana. Cada sorbo es plegaria sin dios, puente tendido entre la vigilia y el sueño. No solo despierta: revela, convoca, transforma. Quien lo bebe con el corazón despierto no consume, comulga.
Pero el café no se consagra en cualquier rincón. Requiere templo: muros que susurren historias, luz que acaricie sin invadir, mesas que sean altares de encuentro. Aquí, la prisa se quita los zapatos antes de entrar. Las sillas invitan sin retener, la música acompaña sin distraer, y el aroma convoca a las almas errantes. Se debate como en un ágora, se contempla como en jardín de ermita, se escribe sin saber que destino le depara a la letra. En este santuario profano, el café es más que bebida: es excusa para la pausa, escenario de miradas que fundan novelas, cómplice de amistades y amores, testigo de acuerdos y confesiones. Aquí los cuerpos se sientan, pero son las almas las que se inclinan.
¡El café es más que producto: es semilla, es elixir, es templo y es ritual!
Y llega el ritual. Caminar hacia la taza como quien busca un altar, abrir el sobre de granos frescos y liberar un aroma onírico que evoca recuerdos del petricor, de los mohosos troncos del bosque húmedo, del crujir de las hojas secas y la promesa de lucidez. El agua, en su hervor ritual, no invade: seduce. Cada sorbo se degusta: se siente su esencia, sus aceites con fragancias a frutos secos, el amargor que estimula las papilas y el despertar de viejos recuerdos en el corazón. Así, la semilla, el elixir, el templo y el ritual se funden en un mismo acto: materia y espíritu, pausa y revolución, vapor y deseo en danza lenta.
El
café es aroma, pausa, compañía y revelación. Es puente entre la tierra y la
palabra, entre la soledad y el encuentro, entre el silencio y la conversación.
Porque en cada taza cabe un universo, y en cada sorbo late la certeza de que
estamos aquí, más atentos, más humanos, compartiendo el milagro sencillo de una
bebida que nos reúne y nos recuerda que vivir, también, es saber detenerse.
(SAMU 20 de septiembre de 2025)
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