Despertar no es sólo abrir los ojos, sino recordar que
existe el café. Con los párpados aún pesados y el alma en estado de borrador,
me levanto como quien busca un altar. Camino hacia la cocina con la devoción de
un monje que conoce el poder de los granos tostados. El frasco se abre con un
suspiro de vidrio, liberando una fragancia que no pertenece a este mundo:
tierra húmeda, madera vieja, promesa de lucidez.
La cuchara se hunde en la molienda oscura como quien excava
memorias. Cada gramo es una palabra no dicha, un mimo pendiente, una idea que
aún no ha nacido. El agua hierve con impaciencia, como si supiera que su
destino es fundirse con lo sagrado. Al verterla, el vapor asciende como
plegaria, dibujando formas que sólo el alma entiende y el olfato lee cual
caricia.
El primer sorbo no se bebe: se recibe. Tibio, amargo,
honesto. Recorre la garganta como un río que despierta piedras dormidas. Las
neuronas, aún en estado de letargo, se desperezan con dignidad. El corazón, que
hasta hace poco latía por inercia, recuerda su vocación de tambor. Y el cuerpo,
ese templo que a veces olvidamos, se alinea con el día que comienza.
No hay apuro. El café no se toma: se contempla. Se deja que
hable, que revele sus secretos, que acompañe el tránsito entre el sueño y la
vigilia. Porque cada mañana es una resurrección, y el café, su sacramento.
(SAMU 30 de agosto de
2025)
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