Ella era fuego.
No aquel fuego que ilumina
manso y difuminado en una sala,
sino el que rasga la opacidad
con su lengua de brillante lava.
Expandido
en los llanos infernales, concentrado en el corazón mismo de la principal
deidad animista, pecado de Prometeo y esperanza de Fénix, Puente a lo divino
que Agni hila entre lo doméstico y lo cósmico, latiendo en el núcleo de nuestra
existencia, el fuego goza privilegiado por un abanico de virtudes hasta
dicotómicas. Poderes conferidos por dioses y poetas: chispa, llama, plasma,
brasa y ceniza: impulso, temperatura, candor, energía y fertilidad. Metáforas
poderosas y energías arrolladoras. Es transformación hecha luz, materia
convertida en energía y símbolo. Fenómeno físico sensorial que inspira hasta a
las plumas más agudas: plasma, combustión, ecos crujientes, movimiento
perpetuo, aromas resinosos, brea reptante, humo asfixiante y saumerio curativo;
energía vital, pulso del plexo; energía creativa, sexual, pasional; energía en
duelo, brasas que devoran y cenizas que abonan; energía ritual, vela
intencionada y aroma a palosanto; energía emocional, plasma conector. No se
mide en horas, sino en etapas del alma misma.
Traía dentro llamaradas antiguas,
un linaje de fluorescentes brasas
que nunca aprendieron a extinguirse
y recorrieron bosques sin clemencia.
Elemento
agudo y a su vez obtuso. Ciclo creador y destructor que se repite en cada
vínculo: de la pasión impulsiva al abrazo luminoso, del grito interno al
refugio silencioso. Frente al fuego descubres que no hay fronteras entre tu
sangre y la llama: hogar que refuerza el abrigo, la calidez del vínculo que no
quema; honorario del sentir y precio de entrega al ardor con conciencia; luz
clarificadora que revela secretos sin herir y candor dual que hiere o
reconforta; llama constructiva o sabia combustión que nutre; catarsis súbita,
emergencia, explosión, descarga y consuelo. Incluso espejo que transita
historias, amores, duelos, memorias, razonamientos.
A veces ardía como promesa,
a veces ardía como amenaza.
A veces justo se apagaba
cuando más la necesitaba.
En cada
palabra, en cada verso, en cada ritual, él vuelve a nacer. Se manifiesta como
deseo, ruptura, expansión, impulso místico, metamorfosis, eternidad. El fuego
puede ser encuentro, abrigo; pero también ruptura, llama dosificada que loa al
orgullo hasta quemar por dentro. Es emocional, espiritual, ético, estético,
mítico e hipnótico. Transforma, forja, funde, aniquila, derrite, abre caminos y
rompe pactos. El fuego infunde temor, respeto, admiración y plegaria.
Y era entonces, rompiendo penumbra,
cuando su regreso quemaba
más que el ardor de su ausencia.
Definitivamente
sus virtudes honran aquel privilegio de usurpar altares. Queda así planteada la
invitación ante el tabernáculo: permanece allí, deja que la danza de sus llamas
dibuje tus expresiones con pigmentos de sombra, respira su calor y deja que te
transforme sin consumirte. Allí mismo, en la frontera entre tú y la flama, encuentra
tu fuego más auténtico, aquel que cuestiona tu ego, aquel que arde para sanar,
para crear, para crecer y para amar.
Yo fui tierra, quise sostener el fuego.
Fui magma, quise recorrerlo.
Fui roca, quise recordarlo.
Ahora soy esencia. La llama que se aproxima
deberá aprender a conversar con la ceniza.
(SAMU 1 de agosto de 2025)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Tus comentarios me retroalimentan