Ella era tierra.
No aquella tierra pulida y ordenada en macetas,
sino la que resquebraja certezas
con su memoria de montaña viva.
Extendida
en los valles tectónicos, concentrada en el corazón mismo de Pachamama y sus
minerales ocultos, guardiana de secretos ancestrales y promesa de raíz. Puente
a lo divino que se teje entre lo doméstico y lo eterno, la tierra late en el
núcleo de nuestra permanencia. Gozosa en su silencio, poderosa en su firmeza.
Virtudes conferidas por dioses y sabios: polvo, arcilla, piedra, cuarzo y
hueso: sostén, fertilidad, dureza, alquimia y raíz. Metáforas densas y energías
reposadas. Es transformación hecha forma, materia que condensa espíritu y
sentido. Fenómeno táctil y emocional que inspira a quienes escuchan las
grietas: sedimento, erosión, huellas antiguas, aroma a musgo y humedad de lo
profundo; energía vital, pulso del suelo; energía creativa, lenta y fértil;
energía en duelo, roca que conserva y tierra que transforma; energía ritual,
altar de obsidiana y perfume de eucalipto; energía emocional, barro que une. No
se mide en horas, sino en estaciones del alma.
Traía dentro estratos antiguos,
un linaje de raíces fósiles
que nunca aprendieron a desprenderse
y recorrieron selvas con paciencia.
Elemento
denso y también poroso. Ciclo que sostiene y desintegra, que rebrota en cada
vínculo: del arraigo silencioso al temblor tectónico; del susurro mineral al
eco sagrado. Frente a la tierra descubres que no hay fronteras entre tu sangre
y el suelo: cuna que resguarda el cuerpo, calidez del vínculo que no quiebra;
honra del sentir y precio de entrega a lo lento con conciencia; forma que
revela sin exhibir y raíz que reconforta o confronta; cimiento que edifica o
erosión que libera; catarsis prolongada, sedimentación, hundimiento, pulido y
redención. Incluso espejo que guarda historias, legados, duelos, silencios,
fundamentos.
A veces germinaba como promesa,
a veces se compactaba como advertencia.
A veces justo se agrietaba
cuando más se le necesitaba.
En cada
gesto, en cada signo, en cada ceremonia, ella vuelve a brotar. Se manifiesta
como sostén, ruptura, maduración, impulso interno, metamorfosis duradera. La
tierra puede ser encuentro, nido; pero también frontera, polvo que ensalza la
resistencia hasta enterrar el deseo. Es emocional, espiritual, ética, estética,
mítica y envolvente. Contiene, moldea, preserva, sepulta, abre caminos y
delimita pactos. La tierra infunde respeto, pertenencia, contemplación y
arraigo.
Y era entonces, rompiendo el silencio,
cuando su regreso pesaba
más que la levedad de su ausencia.
Definitivamente
sus virtudes honran aquel privilegio de fundar altares. Queda así planteada la
invitación ante la meseta: permanece allí, deja que la danza de su forma moldee
tus contornos con pigmentos de raíz, respira su firmeza y deja que te transforme
sin desmoronarte. Allí mismo, en la frontera entre tú y el sedimento, encuentra
tu esencia más auténtica, aquella que cuestiona tus cimientos, aquella que
sostiene para sanar, para crear, para crecer y para amar.
Yo fui agua, quise ablandar la piedra.
Fui barro, quise moldearla.
Fui fósil, quise recordarla.
Ahora soy memoria. La montaña que se acerca
deberá aprender a conversar con la grieta.
(SAMU, 4 de septiembre de 2025)
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