Estómagos ligeramente alimentados, sed abundantemente
saciada y reconfortante siesta, son el preludio a nuevas aventuras. Concluida
la serena estancia, toca emprender nuevamente la marcha, quedando aún mucho
trecho por recorrer antes del poniente.
Redunda una vez más el espectáculo de ensille y monta, sin
embargo en ésta ocasión con mucho menor aspaviento. Así mismo resalta la fatiga
de las bestias, a la par que crujen las anquilosadas coyunturas y se acomodan
las macurcadas carnes de sus jinetes.
Páramos asolados se conjugan con verdes sembradíos y, de
cuando en cuando, aromáticos túneles conformados por higueras aligeran la
marcha.
Uno que otro fruto cosechado clandestinamente nutre de
azúcares al pícaro que ose estirar un poco la mano.
Con engañosa apariencia de pálido basalto fraguado, se hacen
abrumadores los extensos y desérticos playones de aluviones provocados por lodo
y greda, acarreados en pasadas tormentas cuyas aguas hubieron enterrado el
recuerdo de épocas feudales, dejando a terratenientes abandonados a la deriva
de una naturaleza caprichosa. En el centro mismo, cual punto de partida para
establecer radiales, se yergue soberbio un peñón de roca colorada. Natural
reloj solar de majestuoso menhir, vierte la sombra imprescindible para los
agotados y excesivamente sedientos aventureros, quienes consumen brevemente una
ligera merienda para retomar presurosamente la marcha, compitiendo con la
amenaza de negro manto nocturno que se avizora en el cercano descanso del astro
rey.
Ya llegando a destino mientras cae la fría noche, emprenden
las afanosas tareas de desmonte de semovientes y armado de campamento,
contentos por el cúmulo de anécdotas cosechadas en el trayecto, las cuales
aligerarán la posada acompañadas de una hoguera que propicie cordial velada.
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