Bajo
el abrasador sol del altiplano, como un espejismo danzante, se yergue la
silueta fantasmal de un vehículo viejo y oxidado, arrastrándose en medio de un
desierto infinito. Sus faros, parpadeando con luz tenue, son únicos testigos de
un viaje que jamás logró despegar. Cada abolladura y cada pieza desgastada rechinan
la historia de promesas incumplidas, son el reflejo de un aparato estatal
desenfocado y sordo que se ha quedado estancado en un páramo de burocracia y
represión.
En este escenario, cada elemento del vehículo simboliza una parte del Estado: la policía, el ejecutivo, el legislativo, el judicial y todas esas instituciones represivas, ensambladas de manera improvisada en un casco metálico que ya no soporta el peso de sus propios engranajes. Prometieron llevarnos a un destino seguro, a resguardar a la ciudadanía, pero ahora sus mecanismos giran de forma mecánica y chirriante, embadurnados por el lodo seco de su corrupción.
El motor, antes retumbante y vigoroso, únicamente murmura lamentos, mientras la oxidación corroe no solo el metal, sino también la confianza en un sistema que se desintegra lentamente. La arena, implacable en su avance, escurre entre las grietas del vehículo, borrando las huellas de una seguridad manufacturada que se ha revelado tan frágil como ilusoria.
Y aquí, en medio de ese paisaje tétrico y desolado, la pregunta se queda suspendida: ¿De qué nos sirve un vehículo que promete nuevos mundos, si apenas puede moverse y solo arrastra con él la vergüenza de un motor obsoleto?
El viento recoge la arena y arrastra consigo los ecos de respuestas inacabadas, dejando en el aire una incertidumbre que invita a cuestionar la verdadera esencia de aquello que llamamos seguridad. En ese horizonte abierto, sin un final claro, el silencio ancestral plantea sin cesar el interrogante: ¿Podrá alguna vez surgir un motor que nos libere de este letargo, o seguiremos varados en un trayecto sin destino, atrapados en la oxidación de un sistema que ya no cumple sus promesas?
Aún
así, el destartalado sigue su ruta, dejando tras de sí el nauseabundo olor del
aceite quemado y una estela de humo negro impregnado por la codicia. ¿Hasta
cuando seguiremos inertes viendo el espectáculo y a la espera de montarnos en
aquella máquina que sólo transporta degradación e inmundicia?
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