Nuestro
mundo sensorial nos colma de momentos que logran erizar la piel, desde colores,
sabores, composiciones, experiencias, hasta días. Muchas veces esas sensaciones
se replican casi como si tuvieran un guion estricto. Es el caso del último día
de la semana.
El
domingo es una confesión de invierno, esa ola que se levanta en silencio para
trasladar un secreto a la ciudad. Al alba, cuando aún todo duerme, las calles
desiertas guardan en el aire el persistente aroma a resaca, vestigio de noches
que se desvanecen entre sombras. Es el instante en el que la culpa aún es un
susurro y la melancolía se mezcla con la quietud, anunciando la llegada de un
día que se pinta de revelación.
Cuando
el mediodía irrumpe, el éxtasis se hace febril, incluso sofocante. La ciudad
despierta en una explosión de vida: rostros emergen y pasos se entrelazan en un
frenesí casi sagrado, como la cresta violenta de una ola que brilla
intensamente y se eleva sobre la cotidianidad. Es en ese torrente efímero donde
se siente la comunión tácita, sin palabras, en el bullicio y el calor de los
encuentros, una efímera tregua a la calma invernal que se dejó atrás.
Sin
embargo, como toda ola, la exaltación debe ceder ante la ineludible marea del
tiempo. Con la tarde, la intensidad se disipa y se asienta la pesadez del
ocaso. La noche irrumpe con su modorra, su hastío y una melancolía que arrastra
la culpa de las responsabilidades postergadas. Así, el domingo se despide en un
arrullo de renuencia, mientras la espuma de esa ola de confesiones lentamente
se desvanece, dejando tras de sí el eco de una jornada cargada de sentimientos
encontrados e insolación.
(SAMU 11/5/2025)
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