Una noche inquietante, en la que se congregaban los dolientes para rendir homenaje a la sangre injustamente derramada, se calentaba con himnos alegres que proclamaban un sueño anhelado.
La música acallada y los discursos silenciados por una marcha marcial que atronaba el pavimento con botas represoras, inaugurando la oscuridad absoluta, fueron un tibio prólogo al infierno venidero.
Un estruendoso estallido que cortó con esquirlas la tensión del ambiente, fue el clarín de partida para feroces fieras hambrientas de carne obrera, quienes con uniformes relucientes, cachiporras y armas de fuego, se lanzaron en jauría desquiciada a cazar de forma cobarde, a mansalva y a quemarropa.
Si se creían despertadas las tinieblas, nada fue más opaco que los días sucesivos: una prensa fabricante de postverdades y un Estado que impostor de crueldad sin máscara, ambos a merced de los billetes de aquellos que siempre movieron sus garras tras las sombras y se ocultaban bajo indignantes cortinas que reescribían su historia falazmente, cegaron sínicamente la verdad de aquella masacre, crédulos incluso de acallar sus ecos.
Así fue, ante la garra vacía y las fauces babeantes de hambre codiciosa, que los obesos magistrados de un corrompido tribunal vistieron sus anchas y largas togas que disimulaban la gula acumulada en sus flácidos vientres. Togas de un rojo carmesí que encubrían la sangre derramada por sus aberrantes decisiones, y pelucas encanecidas que ocultaban las huellas de sífilis que delataban su promiscuidad.
Así, en absoluta miopía impuesta por un contexto aún más oscuro que la noche inicial, la verdad se opacó, y un negro absoluto se vistió de artificio para brindar públicamente el sacrificio de ocho mártires, quienes exigieron simplemente ocho horas de ocio –o de libertad– y otras ocho de descanso, venideras tras aquellas únicas ocho abrumadoras horas necesarias para engendrar el pan.
Es así que, después de 139 años de silente olvido, se registran clamores en las paredes y se graban cicatrices en nuestras almas; las contundentes palabras vertidas con sabor metálico ante impías horcas resuenan hoy como testamento eterno. Recordamos a los mártires: August Spies, que declaró “La voz que van a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora”; Albert Parsons, cuyas palabras resonaron “La injusticia de hoy será la llama que ilumine el camino hacia la dignidad de mañana”; Adolph Fischer, quien proclamó “La opresión no aplasta el espíritu; al contrario, lo incinera para encender la furia de la justicia”; Louis Lingg, que exclamó “¡Os desprecio; desprecio vuestro orden, vuestras leyes, vuestra fuerza, vuestra autoridad! ¡Ahorcadme!”; Michael Schwab, quien confesó “Hablaré poco, y seguramente no despegaré los labios si mi silencio no pudiera interpretarse como un cobarde asentimiento a la comedia que se acaba de desarrollar”; Samuel Fielden, firmando “La fe en la justicia no se quiebra, aun cuando nuestros cuerpos se vean forzados a la oscuridad de la represión”; George Engel, cuyo grito resonó “No temo a la cárcel, pues en el encierro germina la semilla de la rebelión que un día florecerá en libertad”; y Oscar Neebe, quien afirmó “Cada gota de sangre derramada en esta lucha nutrirá la esperanza de un nuevo amanecer para la humanidad oprimida.”
Con
un pesar que se enreda en cada latido, se lamenta hoy la injusta pérdida de
aquellos hombres valerosos, quienes en su sacrificio encendieron la llama de la
libertad. Hoy celebramos la reivindicación que, a pesar de las cicatrices,
honra su legado, a la vez que defraudamos su memoria sometiéndonos a este ritmo
acelerado de vida, dependientes de máquinas que rigen nuestra existencia y
trabajos paralelos que atenúan nuestra codicia o nos alivian la subsistencia.
(SAMU 1 de mayo de 2025)

No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Tus comentarios me retroalimentan