Recorriendo Tarata, pueblo de ensueño, quizá atrapado en la quietud romántica de un ayer que se niega a morir, o rescatado del impetuoso avance del tiempo, se siente en cada rincón el palpitar de historias silentes. Cada recoveco vibra con la dualidad de lo idílico y lo eterno, donde la materia se rinde al polvo, pero también se engalana de memorias imperecederas.
Umbrales que antaño prometieron abrigo, barandillas que fueron cómplices de confidencias; cada objeto se erige como custodio del peso de las horas, revelando en su desgaste la poesía escondida de un pasado que aún conversa con el presente. La madera, al crujir, invoca susurros de antiguas vidas; el metal, marcado por cicatrices, narra batallas y resiliencias; y las tinajas, expectantes, ansían recobrar la esencia líquida de instantes ya vividos.
Se escucha un eco, tenue y persistente, de lo que fue y de lo que se resiste a extinguirse. Cada fragmento es un poema de supervivencia, una sutil revuelta contra el olvido ineludible. La herrumbre, en vez de devorar, embellece; el implacable desgaste no marchita, sino que destila secretos y matices que sólo el tiempo sabe revelar.
De lo antiguo surge, paradójico, aquel desgaste que actúa como armadura, protegiendo lo eterno. Las puertas, mudas pero elocuentes, invitan a ser cruzadas no con los pies, sino con el vuelo de la imaginación, pues en cada grieta se esconde la historia vibrante de lo que, contra todo pronóstico, se mantiene en pie.
(SAMU 12/05/2025)
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