Se alza en mi espíritu una reflexión que irrumpe como un susurro desde
un confín más allá de todo sentido: despliega una imagen recurrente de flores
que, al hechizar con su deslumbrante belleza etérea, con el fulgor vibrante de
sus coloridos pétalos y con una fragancia que evoca auroras primaverales, cual
emblema de esperanza, se transforman en cuestión de instantes, casi
imperceptiblemente, en pétalos marchitos que desprenden halos de melancolía y
un olor húmedo y mohoso, como el petricor que se eleva con las brumas
nocturnas.
Cadáveres marchitos, portadores de un asfixiante mensaje, reminiscente
de aquella maceta que aún contiene las aguas verdosas incriminatorias, revelan
la imperiosa necesidad de liberar aquellos vestigios forenses de flores ya
desvanecidas. No obstante, al desecharlas es menester hacerlo con cautela, pues
sus espinas, cual fieles guardianes con filosos sables, aún cumplen
diligentemente sus funciones.
Transcurrido un tiempo oportuno, se hace patente la imperiosa necesidad
de renovarse con un nuevo ramo, y las memorias sensitivas invitan a gozar de la
experiencia que se posa en la lejanía de un recuerdo. Se hacen así indispensables,
casi categóricas, aquellas ansias por revivir aquel perverso destino que,
ineludible y cíclico, se renueva con hiel y miel, con aromas a campo y ciénaga,
con las luces de inicios y las inevitables sombras del fin.
(SAMU 18 de mayo de 2025)
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