De aquella voraz y absorbente ciudad, colmada de glorias pero también de pesares, cargada de tráfico y automatización, podéis escapar una vez atravesados los melancólicos y paupérrimos villorrios periféricos, para así procurar un serpenteante camino grisáceo, que os adentrará en las pardo-verduzcas colinas.
Al cabo de unos minutos, se hará presente a cada curva, con mayor avidez cuanto viraje al naciente dierais, cual blanca y perlada dentadura surgiendo en azabache encía, el vertical y vertiginoso “Mururata”, que os expondrá soberbiamente su grandeza, más aún cuanto ascendáis por la ruta que hiere sus sierras crías.
Al arribar a la meseta, sin previo aviso y opacando la cósmica antedicha, se mostrará omnipotente el majestuoso “Illimani”, “Rey de los Andes”, coronado con blanco glacial tricornio y farseando a sus súbditos la anécdota de cómo le cortó la cabeza a su vecino, plantando con su decapite un furioso volcán en occidente.
Si en posición de retorno lo tenéis presente a la diestra, a vuestra siniestra apreciareis las sangrantes encías de la “Muela del Diablo”, quien abre la boca gimiendo subordinación ante la grandeza de su entorno.
En aquel camino, que se escoge con predilecta selección, para que la meditabunda soledad apremiante del descampado retorne aquella paz violada por la agobiante rutina urbana, tendréis que superar el reto que, al pasar el tiempo, se dificulta tornándose en vericueto, cuya estrechez brinda el acecho de abismales precipicios, desfiladeros reservados para exclusivo anido de cóndores; cuyo tangencial escarpe hace temblar hasta al más intrépido, escurriendo tanta adrenalina que se siente circular incluso en el mismo esqueleto ya titilante.
Ofrendando algún corto y circunstancial respiro, remontan aisladas algunas mesetas cubiertas al máximo posible de doradas espigas de cereal, cuya refrescante reverencia se verá inmediatamente acallada por nuevos farallones.
Finalmente, arribaréis a bioclimático valle, en el cual exhiben cordial recibimiento con alegre danza aérea, bandadas de verdes, tornasoles, colorados o áureos canarios, cebados de tanto fruto que les es dispuesto por frondosos perales o magníficas higueras, cuyas amarillentas hojas asemejan al pan de oro.
Es allí donde otrora, circunstanciales poderosos disfrutaron sin medida de propios caudales y la riqueza misma que la región homenajea sin mezquindad alguna, deglutiendo fatuos banquetes con menú de variados cítricos, hortalizas, chirimoyas y duraznos, culminando con refrescantes helados cosechados de las nieves sempiternas del coronado andino, que así de cordial anfitrión siempre acoge en las faldas de su trono.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Tus comentarios me retroalimentan