Estoy mejor que nunca. Como no hacerlo, si por fin me encuentro nuevamente; como no hacerlo si por fin dejo que me encuentren; como no hacerlo si ahora vuelvo a comprender que en la crueldad de la vida es donde se esconden los mejores tesoros de uno mismo; como no hacerlo si tengo la constancia de que hay algo al otro lado del sol; como no hacerlo si ahora tengo la oportunidad de coquetear con las tensiones del prójimo, que generan mi rebeldía; como no hacerlo si lo racional es placebo y lo irreal no deja de ser fútil.

viernes, 31 de mayo de 2013

EL RETORNO DE LOS PACHAS

En estas latitudes, la llegada de junio no sólo acarrea un sol pálido y distante, sino una serie de acontecimientos paranormales que asainetean el invierno decorado por ritos ancestrales. Por lo mismo, las denominadas “chifleras” (brujas) preparan lo más exótico de su arsenal, para así alimentar a las deidades de antaño, empezando obviamente por los ritos característicos de cada solsticio. Debiéndose incluir, sin que sobre el decirlo y por la imperante relación entre astros y ancestros, que es en esta misma época cuando se dilata el hiato del inframundo, paralela y armoniosamente con el despeje de los cielos, que mientras permite apreciar la magnificencia del universo, también tiende hilos imperceptibles que alían a ambas dimensiones.

En estas circunstancias, no sólo la crudeza del frio acompañado por gélidos vientos polares, no sólo la carencia del abrigo natural de las nubes ahora adolescentes, no sólo la ceguera del enfermo sol, sino el mismo espectro del mal circundante y el chiflón de abiertas puertas a otros mundos, que suma a la sensación de impotencia generada por la conciencia de una inmensidad tan suprema, obligan a la sensatez a buscar cobijo y ampararse de la soledad. Por tanto, tórnese primordial rodearse de seres queridos y mantener permanente vigilia, evitando tentar a la oscura parca y su guadaña.

Es así como, en una lóbrega y cerrada noche de aquellas, en la cual la virginal luna se negó a presentarse (escapando así a cualquier agravio a su honra y manteniendo la prudencia merecida por los acechantes); caló el frío de sobremanera, demostrándole su poder a la humanidad entera y carcomiendo los huesos de bizarros transeúntes, endureciendo la musculatura con tal rigor que se hacía proeza incontable el trajinar a la intemperie, secando no sólo las lagrimas de los ojos, sino cada milímetro de la dermis, entretanto se agudizaba la respiración y aceleraba sin motivo aparente el corazón colmado de adrenalina.

Esa misma noche, revestidos con todo el abrigo a nuestro alcance, decidimos a toda prisa dar por ocupada una desolada casa, cuyos pesados portones de hierro forjado rechinaron agudamente al momento de hacer evidente la pericia requerida para su apertura.

Una vez internados, nos dimos modo para instalar y poner en funcionamiento el sistema eléctrico y encender apremiantemente la hoguera. Ya asentados, con las ansias más relajadas y la trémula carne ya holgada, ingerimos alimento y nos dispusimos a alegrar la velada relatando macabros cuentos de antaño, tanto del tipo autóctono como el “Anchancho”, como de los tradicionales foráneos coronados por el gran “Nosferatu”.

Obedeciendo mi naturaleza agnóstica y rebelde, decidí cambiar la dinámica masoquista por un relato aún más macabro. No con la intención de llevar el liderazgo del terror, sino precisamente para ladear la ridiculez de la abstracta mitología. Es así como, poco a poco, me adentré a narrar una historia donde los vivos hacían de protagonistas, demostrando que son más temibles que cualquier muerto y que el demonio mismo.

Pude de esta manera salir airoso, sintetizando, con algún suspenso necesario, uno de mis cuentos favoritos de Allan Poe que detalla el grado de perversidad al que consigue llegar el ser humano, lo cual me hizo meritorio a un segundo turno consecutivo, del cual me excusé mientras dirigía mis pasos a una alacena para cosechar la leña que estaba requiriéndonos nuestra chimenea.

Al retornar, descubrí que los pasmados oyentes decidieron esperar pacientemente mi regreso para cumplir a la tertulia. ¡Qué mejor oportunidad para fijar su absoluta atención! Imbuido por mi mayor mala fe, decidí atizar las brazas y retirar escombros con la ayuda del badil, alimentando inmediatamente el fuego con la nueva leña, sin perder las miradas fijas en mi y el ahínco de mis espectadores. Extraje del profundo inconsciente un detallado relato que se prolongaba en la misma medida que la lumbre exigía mi personal esfuerzo. Con el irónico placer del sufrimiento ajeno, pausaba la trama para encender una pipa, cada vez que debía presentarse el homicida o las pistas lo acercaban peligrosamente a su perseguidor. De la misma manera que me daba tiempos de telón bajo, para recargar la cachimba cuando acababa de mencionar lo espeluznantes que eran las alimañas que acompañaban al cuento.  

Terminada mi historia, sin ninguna intención ni la remota necesidad de reventar el pecho de los ya aterrorizados oyentes, se cortó la corriente eléctrica acompañada de refusilos y una retumbante explosión. Aparentemente un predecible corto circuito en las precarias instalaciones eléctricas cuyos cables fueron resecados por el tiempo.

Aún hoy me repican los chillidos de las damas presentes, así como vuelve el recuerdo del apretón que me imprimió en el brazo alguno de sus galanes. De cualquier manera, lo que se hace inolvidable y eternamente me espeluznará hasta el tuétano, es la suma de circunstancias que rodearon a tétrica velada, para demostrarnos que este mundo tiene portales abiertos donde se rompe la soledad, sin espera ni invitación.

Imitando el proceder del corte de luz, nuestra razón intentó explicar científicamente cada uno de los subsiguientes sucesos, pero a la postre se verá lo infructuosa que fue nuestra rebuscada embestida.

Para una mejor comprensión, para que el seguimiento a los sucesos sea empático, invito a recordar aquellos momentos que (seguramente todos hemos atravesado en alguna circunstancia), asolados por la lúgubre oscuridad sentimos que algo marca nuestros pasos, damos vuelta y percibimos sombras sin ser vistas, seguimos adelante y el eco ajeno nos perturba aún, volvemos a dar vuelta y la oscuridad es más negra que las mismas sombras. Aceleramos el paso y nuestro acecho mantiene su propio ritmo, desviamos la ruta y aún cargamos aquel temor, volvemos a dar vuelta y vuelve a nuestras espaldas. Pues eso mismo señores y señoras, no es simple paranoia, así como tampoco es algo que podamos cerciorar como tangible.

Volviendo al relato, debo incluir que la oscuridad subyacente atrajo la misma sensación de lobreguez vigilante a todos los presentes, percatándonos que estábamos en compañía de lo indescifrable. Para colmo del soponcio, vino una fuerte ráfaga de procedencia desconocida que apagó la magra fogata, dejando nuestra penumbra simplemente acompañada por un corto titilar de coloradas brazas.

El efecto inmediato lo dimos por obvio, pues enfriada la candela y con el gélido azote del clima imperante en el exterior, la contracción del machimbre hizo eco en los pasos del impetrante vigía aún desconocido e impalpable. Mas el soplido que quebró la fortaleza de nuestro fogón permaneció en la incógnita, quedando por descarte sólo el tibio aliento de Dante o un hálito emisario de Belcebú.

Sobre la marcha y con la agilidad felina, saltó mi vecino de la diestra hacia la chimenea, para así retomar la lumbre cuanto antes. Luego de varios intentos su esfuerzo floreció con agradables llamas que retornaron a nuestro cuerpo las heladas almas atajadas en su huída. Hecho sustancial que nos inspiró manufacturar improvisadas antorchas de yesca, papel y maderos, para así guiar nuestros pasos a las alacenas provistas de velas, faroles y otros elementos útiles en tal circunstancia.

Durante el trajín para aprovisionarnos ante otro posible espanto, mientras mantenía ocupadas mis manos con los frágiles faroles de vidrio que protegerían el esplendor de las velas ya dispuestas, tuve que darme modos para estirar el brazo, con cuerpo incluido, hasta el fondo de la gaveta, donde me pareció ver una linterna y algunas baterías acomodadas en su entorno. Entretanto, aguantando la desagradable sensación de melcocha deshilachada, atravesando sin límites una tras otra las ligeras capas de telarañas acumuladas por los años, sentí rosarme con veloz movimiento una bola de pelos que erizó por completo los tejidos nerviosos de mi descobija mano. Estremecimiento que siguió por el antebrazo danzando con la que visitaría mi codo simultáneamente. Tratábase de una horrenda y parda rata que hizo nido en la seguridad de la alacena, cuyas rosadas y desnudas crías se alimentaban de los granos de la repisa superior.

Abandonada la campaña por el asco y espeluznante sensación que carcomió lo más profundo de mi ser, retorné hacia donde se encontraba el grupo expedicionario reunido, para así encaminarnos a la sala del fogón, cerca del resto de nuestros tertuliantes compañeros. En la ruta escuchábamos con extravagante claridad el crujir de los maderos en las habitaciones contiguas, hasta que la corriente de aire permanente del zaguán apagó nuestras lumbres y retornó a nosotros la sensación de compañía mal deseada.

Ya calmos con el resto en nuestro entorno, planificamos la huída que implicaría atravesar el helado altiplano y sus gélidos vientos borrascosos, proyección suspendida por el comentario de algún distraído que se percató del clisar de los vidrios.

Pudo ser por efecto del cambio atmosférico provocado por la estufa, ora sería síntoma del asentamiento o posible derrumbe de la vieja casa. Fuese lo que fuese, a esas alturas y con el pánico apoderado de nuestra razón, ninguno estaba dispuesto a averiguarlo, por lo que acabamos saliendo despavoridos y cargados de incógnitas, tantas que sólo las ánimas libertinas de agosto podrían responder.

En fin, todos salimos ilesos aquella vez, sin embargo no podremos jamás explicar lo que motivó al cosmos a hacerse presente de ese modo, mientras el trastorno nos trascenderá en ésta y muchas más vidas venideras… si las hay.

31/5/13

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