Cuando aún la luz del mundo emergía sin grietas, un niño fue rozado por
el filo de Saturno. John Michael no nació profeta, sino como herida abierta en la
armonía. El escenario se convirtió en su evangelio y el micrófono en su
confesionario. Cantó el Apocalipsis sin pedir permiso y repudió guerras santas
con guitarras blasfemas; cada grito suyo conjuraba el olvido. Existía un pacto,
secreto como los huesos de Lilith. Belcebú lo visitaba cada noche, ofreciéndole
coros de lamentos en clave menor. Ozzy respondía con agudos, riffs y una
botella medio vacía, con el alma medio rota.
A veces se tentaba con el abismo; otras, dormía junto a él. La Parca,
sin embargo, temía pronunciar su nombre. Llegó varias veces con la guadaña al
cuello, pero se retiró en silencio: la voz del Príncipe era más poderosa que su
mandato de ceniza.
En la medianoche, bajo un cielo encapotado de humo, y tras tribular la amarga
noticia, me adentré en los vestigios de Villa Park, en Birmingham. Me
acompañaban gárgolas corroídas por el moho que escupían su silencio sobre naves
góticas, donde el eco de un órgano olvidado se mezclaba con el estruendo de
guitarras, baterías y bajos que habían retumbado al mundo recientemente. El
aire olía a incienso rancio y a humedad sepulcral; las piedras mismas
aguardaban un latido postrero.
Avancé por el pasillo central, trazado de vitrales rotos que teñían el
suelo con tonos de sangre fenecida. Al fondo, una lápida coronada por un busto
ennegrecido: el retrato del “Príncipe Nocturno”, trovador enigmático cuya voz
había quebrado la cordura de multitudes. Bajo su nombre, un epitafio: “Aquí
duerme el que cantó al abismo”.
Pulsé un interruptor oxidado y el órgano cobró vida con un gemido grave.
Cada nota vibró como presagio, agitando mi alma con un terror primigenio. Seis
pilares temblaron, y los relieves de demonios se disolvieron en una niebla
espectral que ascendía del suelo. Entonces sentí, tras de mí, un aliento
helado.
Me giré y, ante mis ojos, apareció la sombra de Osbourne: unos ojos vacíos
y un susurro a brebaje y hollín: “Ven… he pactado con estrellas muertas, exhalado
secretos al Innombrable y jurado enfrentar a la Huesuda con acordes de furia.
Ven a escuchar las melodías finales.”
La bóveda gótica se abrió como boca de pesadilla, revelando un
firmamento de terror cósmico. Miles de brasas incandescentes flotaban en
órbita, eclipsando estrellas que el hombre no debía contemplar. Mi razón,
asaltada por aquel espectáculo, crujió como ataúd mal sellado.
El Monarca avanzó, dejando un rastro de óxido. Sus dedos, largos como
nervaduras vivientes, aferraron un relicario con el mechón de su voz
petrificada. Al alzarlo, resonaron en las criptas los versos del Apocalipsis: “bajo
el cementerio, todos somos huesos podridos…”
Un grito de demonio estremeció los muros; una llamerada azotó el aire,
castigando el silencio con furia. Es suelo se desgarró y, en el fondo,
vislumbré el Río Leteo. Caronte, abatido, contemplaba sin poder zarpar.
Comprendí entonces que aquel homenaje era el triunfo: el músico había
trascendido la muerte, transformado su tumba en teatro de lo inmortal. Su
sombra de desvaneció en un acorde final, dejándome solo con el peso de lo
indefinible.
Hoy brota en el mundo una catedral de palabras erigida con sus versos:
cada estrofa, una bóveda que resuena con lamentos antiguos; cada nota, un
vitral sombrío. Gran Ozzy, fuiste poema convertido en himno ceremonial,
entonado por coros de sombras en el templo del ocaso. Los cuervos, antaño
heraldos de tu grito salvaje, yacen mudos ante tu ausencia. Sus colecciones de
ojos secuestrados, supuran lágrimas de metal. Mientras, campanas de ceniza repican
tu partida, un réquiem que navega sin rumbo en los pechos dolidos. Cada copla
es un suspiro en la penumbra, afinando un clamor gutural en Do Sostenido, pues
el Príncipe de la Oscuridad ha partido y el silencio se alza como corona.
Trillones de litros de lágrimas bañan las criptas donde el eco de himnos
se funde en lamento. Vino por ti un tren enloquecido, arañando el cielo
nocturno con hollín azabache, arrastrando tu fúnebre vagón al regazo materno.
Cediste al soplo final pese a tu linaje vampírico. La Muerte llegó a tu tocador
con paso ceremonioso y, al rozar tu hombro, retrocedió. Nunca antes la Parca
había sentido tal pavor: el poder de tu voz la superaba. Hastiada de obedecer
su mandato, cerró la guadaña y te rindió reverencia. La Diosa del Adiós también
teme acercarse con su barca de luna menguante; sabe que su refulgencia insulta
tu sombra. La diana plateada cierra su manto, rechazando el peso del alma
nocturna. Dejas al sol huérfano de rival: su candor mengua al carecer de
contraste, y las estrellas llorarán tu partida entonando tus líricas.
Incluso Caronte, cuando supo que te encaminabas, bajó la cabeza en pena.
No hay óbolo ni río capaces de contener una leyenda tan vasta, ni poeta como
Virgilio que no enmudezca ante tu presencia. El barquero se inclina abatido en
reverencia y, ante tremenda insubordinación, es el propio Hades quien debe
recoger tu cuerpo inerte, aunque no tiene fuerzas de llevar tu honra. Tras la
escolta, Belcebú ruge en el foso ardiente. Su látigo se alza, no con furia,
sino en duelo, pues ha perdido a su cantor favorito, mientras hordas de demonios
se arrastran hacia el altar donde el micrófono yace en llamas.
Bajo el cementerio, los huesos dorados de la memoria susurran: “aquí
yace quien convirtió el dolor en furia”. Los altares del rock gimen tu nombre.
Hoy cantamos tu vida como epopeya de pentagramas sombríos, pactos ocultos y
versos imperecederos. Los cuervos, antes frenéticos en vuelo infernal, graznan
como niños abandonados. Sus alas agitan criptas y torres, portando las lágrimas
del mundo.
Aquí yace quien hizo del grito una ofrenda, del infierno un escenario.
En lo alto, las constelaciones se remueven ante el peso de la voz que desató el
Armagedón. “No cantaré el ocaso”, murmura la noche, “de quien hizo del averno
un escenario”. Mientras, tus reflexiones resuenan entre sarcófagos: “todo lo
que eres, no te lo llevas cuando te vas”. Y, aún así, te lo llevaste todo: el
contraste, el vértigo, lo prohibido y tu legado imprescriptible.
El Príncipe no partió, se hizo eterno entre acordes rotos y alaridos
celestiales. Bajo el cielo ceniciento, la locomotora se consumió en un destello
carmín, como si escupiera al abismo un ultimo arpegio. Hoy, cada compás perdido
en la penumbra late en los vientos góticos, recordándonos que la verdadera
canción se instala en el temblor de nuestras almas, susurrando nuestro propio
terror y sed de eternidad.
En el mausoleo donde duermen las horas alzo un suspiro teñido. Tus
huellas son eco y polvareda, y el viento arrastra esta última ofrenda. La luna,
herida en su manto fantasmal, rechaza el peso de tu sombra partida. Sus rayos
entonan un réquiem callado, mientras tu silueta se disuelve en la bruma. Bajo
vitrales rotos de dolor, las velas titilan su lamento final. Las llamas arden
con tu triste nombre; cada chispa escribe tu epitafio en el aire.
Adiós, guardián de noches perpetuas, portador del caos y el suave
desvelo. Que tu voz se instale en la médula del viento y que tu silencio reine
en cada oscuridad.
(SAMU 23 de julio de 2025)
Me dejaste sin palabras, SAMU.
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