Estoy mejor que nunca. Como no hacerlo, si por fin me encuentro nuevamente; como no hacerlo si por fin dejo que me encuentren; como no hacerlo si ahora vuelvo a comprender que en la crueldad de la vida es donde se esconden los mejores tesoros de uno mismo; como no hacerlo si tengo la constancia de que hay algo al otro lado del sol; como no hacerlo si ahora tengo la oportunidad de coquetear con las tensiones del prójimo, que generan mi rebeldía; como no hacerlo si lo racional es placebo y lo irreal no deja de ser fútil.

jueves, 3 de julio de 2025

EL ESPEJO DE SAL CLISADO

 

Allí, donde el sol y las nubes se funden en transparencia, la vida brota en bofedales y lagunas de colores imposibles. El aire frío susurra antiguas leyendas andinas, envolviendo la pampa en melancolía premonitoria. Allí se extienden vastos espejos de sal que reflejan el cielo en un abrazo perpetuo, perdiéndose en el horizonte como promesas divinas de esperanza y contando historias de frágiles vidas que superan heroicamente condiciones extremas. El viento recorre el vasto salar como un suspiro antiguo. Terraplén casi infinito, extiende un manto de espejos blancos, crujientes bajo los pasos de los flamencos que huyen, inquietos, de las primeras pilas de evaporación. Allí, donde el agua que alimentó milenios de bofedales desaparece gota a gota, para alimentar promesas de “movilidad limpia” que ruedan ajenas al dolor que dejan tras de sí.

Los habitantes de Río Grande lo saben bien. Alguno, ilusionado, ya recorrió la llanura comprando camiones, convencido de que el “oro blanco” llegaría para cambiar su vida. Hoy mira esas unidades detenidas bajo el sol punzante y comprende que su único destino fue alimentar un espejismo: tras los contratos de explotación del litio asoma la sombra de una deuda de décadas, con regalías paupérrimas y cláusulas que atizan la necesidad de nuevas plantas, financiadas por el propio Estado, lapidando ecosistemas a golpe de discursos, demagogia y esa paradoja hipócrita que se disfraza de ambientalismo.

Cada tonelada de carbonato de litio devora entre 50 000 y 90 000 metros cúbicos de agua subterránea. Las tuberías que bordean el salar se parecen a venas que han olvidado bombear savia; en su flujo se siente el eco del extractivismo colonial, que cambia de rostro, pero repite el mismo latido. Imagina el murmullo agonizante de los acuíferos agotados, la membrana viva del Altiplano cuarteándose bajo el sol del mediodía. En las lagunas, el brillo tornasolado de los Andes se tiñe de luto. El dorado atardecer ahora habla de ríos que se secan y de humedales que en un suspiro se hacen ceniza. Imágenes claras que recalcan en el consciente dos décadas de pérdida vegetal: el suelo se convierte en piedra caliente y el silencio desplaza al canto de las aves. Es un cambio climático local, un corazón seco que late culposo, una herida autoprovocada, un frio cuchillo que reabre cicatrices con cada ensayo de evaporación. Verlo provoca un sufrimiento mayor que aquel ardor de la sal en la llaga.

Mientras tanto, en las oficinas de La Paz y en pasillos de capitales imperiales, diplomáticos y ejecutivos urden mapas de influencia. El litio se ha convertido en una nueva frontera estratégica, un ajedrez que opone a China, Rusia, la Unión Europea y Estados Unidos. Cada uno busca asegurar su suministro, mientras Bolivia (como antaño con el petróleo y durante siglos con la plata) negocia su porción de soberanía a cambio de capitales que se evaporan como las lagunas artificiales tejidas en el salar. Promesas fatuas desintegradas en juegos de poder y pocos bolsillos llenos encubiertos entre espejismos. En medio de todo, las comunidades indígenas alzan su voz: no hubo consulta previa ni libre ni informada, tan solo la solemnidad de unos formularios firmados por autoridades desconectadas de los hatos de llamas y las huertas de quinua. Ante esto, queda como sedimento acumulado un clamor entristecido, casi inaudible y desesperanzado que denuncia la instrumentalización de sus derechos, como si fueran meras fichas de un tablero burocrático. “El agua es vida, y sin vida no hay futuro”, reclama con la serenidad feroz de quien conoce el valor de cada gota, mientras el futuro sigue hipotecándose al presente inmediato, la quinua muriendo y la avaricia servida como forraje para alimentar las tripas de corruptos oportunistas.

Frente a esa burocracia y a la voracidad corporativa, brota la mirada rebelde: un clamor por la autonomía, por la ecología radical que no confía ni en mercados ni en Estados. Se sueña con paneles solares comunitarios, molinos de viento que giren al ritmo de la solidaridad, redes de ayuda mutua que regresen el agua al seno de la tierra. Se habla de un Observatorio Autónomo, un faro de transparencia y cuidado gestado por las mismas comunidades.

Al caer la tarde, el salar se cubre de un rojo intenso, como si ardiera por dentro, a punto de soltar sus últimas lágrimas como una erupción. La sal se enciende, como si supiera que en su blancura yace también la última resistencia. Porque el gran desafío no es llevar el litio al mundo, sino rescatar a las personas y los paisajes que ese mundo ha olvidado. Y en ese rescate, cada voz indígena, cada investigador que documenta la sequía, cada colectivo que levanta la bandera de la autonomía, teje los hilos de un nuevo relato: uno donde el agua y la vida altiplánica recuperen su primacía, mucho antes que las aspiraciones de progreso maquinal, antes de que se dé paso a las turbias aguas de la corruptela, antes de ahogarnos en demagogia marinada en salmuera.

 

(SAMU 27 de junio de 2025)

 

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