Allí, donde el sol y las
nubes se funden en transparencia, la vida brota en bofedales y lagunas de
colores imposibles. El aire frío susurra antiguas leyendas andinas, envolviendo
la pampa en melancolía premonitoria. Allí se extienden vastos espejos de sal
que reflejan el cielo en un abrazo perpetuo, perdiéndose en el horizonte como
promesas divinas de esperanza y contando historias de frágiles vidas que
superan heroicamente condiciones extremas. El viento recorre el vasto salar
como un suspiro antiguo. Terraplén casi infinito, extiende un manto de espejos
blancos, crujientes bajo los pasos de los flamencos que huyen, inquietos, de
las primeras pilas de evaporación. Allí, donde el agua que alimentó milenios de
bofedales desaparece gota a gota, para alimentar promesas de “movilidad limpia”
que ruedan ajenas al dolor que dejan tras de sí.
Los habitantes de Río
Grande lo saben bien. Alguno, ilusionado, ya recorrió la llanura comprando
camiones, convencido de que el “oro blanco” llegaría para cambiar su vida. Hoy
mira esas unidades detenidas bajo el sol punzante y comprende que su único
destino fue alimentar un espejismo: tras los contratos de explotación del litio
asoma la sombra de una deuda de décadas, con regalías paupérrimas y cláusulas
que atizan la necesidad de nuevas plantas, financiadas por el propio Estado,
lapidando ecosistemas a golpe de discursos, demagogia y esa paradoja hipócrita
que se disfraza de ambientalismo.
Cada tonelada de carbonato
de litio devora entre 50 000 y 90 000 metros cúbicos de agua subterránea. Las
tuberías que bordean el salar se parecen a venas que han olvidado bombear
savia; en su flujo se siente el eco del extractivismo colonial, que cambia de
rostro, pero repite el mismo latido. Imagina el murmullo agonizante de los
acuíferos agotados, la membrana viva del Altiplano cuarteándose bajo el sol del
mediodía. En las lagunas, el brillo tornasolado de los Andes se tiñe de luto. El
dorado atardecer ahora habla de ríos que se secan y de humedales que en un
suspiro se hacen ceniza. Imágenes claras que recalcan en el consciente dos
décadas de pérdida vegetal: el suelo se convierte en piedra caliente y el
silencio desplaza al canto de las aves. Es un cambio climático local, un
corazón seco que late culposo, una herida autoprovocada, un frio cuchillo que
reabre cicatrices con cada ensayo de evaporación. Verlo provoca un sufrimiento
mayor que aquel ardor de la sal en la llaga.
Mientras tanto, en las
oficinas de La Paz y en pasillos de capitales imperiales, diplomáticos y
ejecutivos urden mapas de influencia. El litio se ha convertido en una nueva
frontera estratégica, un ajedrez que opone a China, Rusia, la Unión Europea y
Estados Unidos. Cada uno busca asegurar su suministro, mientras Bolivia (como
antaño con el petróleo y durante siglos con la plata) negocia su porción de
soberanía a cambio de capitales que se evaporan como las lagunas artificiales
tejidas en el salar. Promesas fatuas desintegradas en juegos de poder y pocos bolsillos
llenos encubiertos entre espejismos. En medio de todo, las comunidades
indígenas alzan su voz: no hubo consulta previa ni libre ni informada, tan solo
la solemnidad de unos formularios firmados por autoridades desconectadas de los
hatos de llamas y las huertas de quinua. Ante esto, queda como sedimento
acumulado un clamor entristecido, casi inaudible y desesperanzado que denuncia
la instrumentalización de sus derechos, como si fueran meras fichas de un
tablero burocrático. “El agua es vida, y sin vida no hay futuro”, reclama con
la serenidad feroz de quien conoce el valor de cada gota, mientras el futuro
sigue hipotecándose al presente inmediato, la quinua muriendo y la avaricia
servida como forraje para alimentar las tripas de corruptos oportunistas.
Frente a esa burocracia y
a la voracidad corporativa, brota la mirada rebelde: un clamor por la
autonomía, por la ecología radical que no confía ni en mercados ni en Estados.
Se sueña con paneles solares comunitarios, molinos de viento que giren al ritmo
de la solidaridad, redes de ayuda mutua que regresen el agua al seno de la tierra.
Se habla de un Observatorio Autónomo, un faro de transparencia y cuidado
gestado por las mismas comunidades.
Al caer la tarde, el salar
se cubre de un rojo intenso, como si ardiera por dentro, a punto de soltar sus
últimas lágrimas como una erupción. La sal se enciende, como si supiera que en
su blancura yace también la última resistencia. Porque el gran desafío no es
llevar el litio al mundo, sino rescatar a las personas y los paisajes que ese
mundo ha olvidado. Y en ese rescate, cada voz indígena, cada investigador que
documenta la sequía, cada colectivo que levanta la bandera de la autonomía,
teje los hilos de un nuevo relato: uno donde el agua y la vida altiplánica
recuperen su primacía, mucho antes que las aspiraciones de progreso maquinal,
antes de que se dé paso a las turbias aguas de la corruptela, antes de
ahogarnos en demagogia marinada en salmuera.
(SAMU 27 de
junio de 2025)
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