Estoy mejor que nunca. Como no hacerlo, si por fin me encuentro nuevamente; como no hacerlo si por fin dejo que me encuentren; como no hacerlo si ahora vuelvo a comprender que en la crueldad de la vida es donde se esconden los mejores tesoros de uno mismo; como no hacerlo si tengo la constancia de que hay algo al otro lado del sol; como no hacerlo si ahora tengo la oportunidad de coquetear con las tensiones del prójimo, que generan mi rebeldía; como no hacerlo si lo racional es placebo y lo irreal no deja de ser fútil.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

VIOLENTADA


Allí yace, depositada en un frígido rincón, cual bulto abandonado ante el altar de dioses inmisericordes, recargada de penumbra y soledad, saciada por las sombras que la rodean y embrutecida por recuerdos e imágenes abstractas que la hostigan y merodean.

De pronto, se palpa melancólicamente el cuerpo para terminar acariciando su aterciopelada tez, mientras las saladas lágrimas buscan la manera de brotar nuevamente por sus henchidos ojos. Toma una gran bocanada de aire que luego expulsa solemnemente, dándose así el impulso mínimamente requerido para arrebatar de la mesa cercana un pequeño trozo de papel de arroz y la cartera de tabaco, mas antes de concluir lo cometido, desvía su atención a la blanca celulosa aferrada entre sus dedos e imprime un nuevo esfuerzo por alcanzar algún lápiz desparramado en la misma mesa. Ahí mismo se reclina sobre un asiento y extiende ante la tabla el pequeño pliego donde planea plasmar, quizás, las últimas palabras que alimentan su tormento.

Nuevamente respira hondo y vuelve a ensimismarse ante sus revoloteados pensamientos. La indecisión la mantiene dispersa y la perversa ansia por concluir sumariamente la aflige aún más. Confundida, aparentemente abandonando la empresa lírica, coge una pizca de húmedo tabaco, la palpa suavemente apreciando como de costumbre la fina grasa que deja su rastro entre el índice y el pulgar, aspira sutilmente su fresco aroma y vuelve a depositarlo en su lugar, sin permitir en ésta ocasión que le salivé la lengua.

Resuelta, embiste una nueva empresa y apura sus pasos hasta la habitación contigua, abriendo sin contratiempo alguno la puerta del ropero y trepando hasta la última repisa, para sacar de allí un receptáculo de madera brillante con altorrelieves barrocos. Cumplida su meta, ensombrece el rostro y retorna a la mesa con el paquete entre las manos, recuperando la magra expresión que ahonda en su tristeza. Retira la tapa del cofre y con proverbial paciencia extrae el antiguo revólver Smith&Wesson calibre 38 de su benemérito progenitor, así como la pequeña caja de municiones plateadas y los implementos de limpieza.

Distraída con el afán, abandona esporádicamente aquél cúmulo de aflicciones y concentra su vitalidad en desarrollar un trabajo absolutamente pulcro para relucir de aseo el cromo que cubre el arma, así como las sulfurosas estrías que corren en espiral por el interior del cañón. Obsesión estridente que empieza a carcomerla por dentro. A partir de la séptima u octava repetición de una rutina que rememora antiguas caricias del frío metálico, cual si fuera la gélida alma de aquel amor mal correspondido, del tirano que la mantuvo en equívoca contemplación obnubilando su ser primicial, del truhán que la está ahogando entre suspiros y melancolía, vuelve en sí para seguir martirizándose.

Arma en mano, con la fría bala depositada suavemente dentro del tambor, con la cacha hurtándole calor y humedad a la piel de sus manos y con el cañón bien dispuesto en la sien derecha, el remolino de tristes recuerdos y el dilema ético gangrenándole la mente, siente la presión del gatillo entre el temblar de sus falanges y presume el “click” del martillo que se clava en el percutor: incandescente chisporroteo que ilumina todo el ambiente, que vierte de nueva luz su cerebro y amalgama de colores sus sentidos; estruendo que retumba en cada una de las paredes, en cada mueble, en cada rincón, en cada vericueto, cuyo eco repica estridentemente en los vidrios, casi clisándolos entre hondas ensordecedoras. Así se abre paso entre el conducto surcado, girando armoniosamente, la energúmena munición que irá a impactar su confusa testa.

Restablecida del shock, retraída del premonitorio sueño, aterrizada en la última impresión, aquella que refiere el peso del arma apoyándose cerca del parietal, derrama su última lágrima de impotencia y abandona el arma al costado de la tabacalera. A la par, cae en cuenta que lo único que puede ganar como venganza es que su verdugo tome, por primera vez en su vida, una esponja para limpiar la sangre derramada en la alfombra.


Ahora sólo le queda empacar sin retorno.

(11/12/13)


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