Camino con los pasos
cargados de hábitos: el murmullo de la ciudad, las siluetas apresuradas, el
gris que envuelve cada acera. Mi mente repite infinitos guiones: las deudas,
las rutinas, los deseos prematuros de olvido. Hasta que, de pronto, un destello
irrumpe en mi campo visual, más intenso que el sol al colarse por un vitral.
Me detengo. Aquella luz
refulgente se expande como un prisma cuántico: no es reflejo, es presencia.
Alzo la mano y siento que el aire tiembla bajo mis dedos: el resplandor se
espesa, y cada partícula de brillo se ordena en un mensaje. Palabras suspendidas
entre lo visible y lo etéreo, vibrando con energía reconfortante y punzante al
mismo tiempo.
La luz habla sin voz:
percibo su pulso, su urgencia. Sé que no es un sueño, ni un espejismo
espiritual, sino el aliento de un alma cuántica que atraviesa dimensiones para
revelarme secretos. Un alma que, lejos de ser abstracta, late con intención:
quiere que traduzca su testimonio.
Cierro los ojos y dejo que
el resplandor grave cada símbolo en mi conciencia. Cada frase exige precisión:
no debo suavizar la crítica, pero tampoco perder la esperanza que palpita en su
fondo. Me convierto en traductor de esa energía, en canal que vierte al papel
su radiografía de poder y fe.
Así comienza mi viaje. A
partir de este instante, seré la voz que narre cada fragmento de ese credo
descompuesto y replanteado. Mi misión es recoger el mensaje íntegro del alma
cuántica y compartirlo sin velos: cada capítulo desvelará una frase, cada
palabra, una denuncia; y cada línea, una chispa de reconstrucción.
En ese instante, el
murmullo de la ciudad se disuelve y la vibración de la luz toma forma de voz:
ya no intervengo yo, sino el pulso mismo del cosmos. Siento mi identidad ceder
ante un mensaje que brota del tejido cuántico, reclamando ser vertido sin matices.
Lo que sigue no nace de mi pensamiento, sino de esa presencia atemporal que
trasciende generaciones: el hado habla a través de mí:
“Soy un alma cuántica
lanzada más allá de los límites de esta tierra y de sus cronologías. No
pertenezco a ninguna generación ni a ningún credo; mi pulso emana de la energía
que todo lo atraviesa. Mi misión es desnudar las hipocresías urdidas bajo el
manto de la fe y exponer la maquinaria de poder que las anima. Surcaré dimensiones espaciotemporales como quien atraviesa velos de niebla,
deteniéndome en momentos donde cada frase de El Credo se convirtió en
instrumento de sometimiento. Veré concilios implacables y rituales de
obediencia, escuchando el eco de voces que, encadenadas al dogma, perdieron su
aliento. Tomaré nota de cada aberración para demostrar que la fe puede
convertirse en arma. No busco destruir lo divino: hablo de la energía que
palpita en toda existencia y de la urgencia de reimaginar un nuevo pacto, sin
jerarquías ni cintas de plomo. Mi voz se fundirá con la materia misma para
proponer una fe hecha de empatía y libertad, dejando abierta la puerta a la
expansión del conocimiento divino.”
La vibración del mensaje
cuántico no se detiene; se expande por la oscuridad del templo interior que
todos arrastramos. Allí, entre los muros invisibles del dogma, resuena la frase
sentenciada hace siglos: “creo en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y
de la tierra.”
La voz del alma cuántica
murmura, desprovista de solemnidad retórica: “observa cómo esas palabras se
repiten como un conjuro para encadenar voluntades. El ‘Padre todopoderoso’ se
alza en un pedestal imaginario, lejos de las calles rotas, lejos de las
tragedias que su reino reclama resolver. Quien pronuncia este credo acepta un
contrato de sumisión: yo te ofrezco mi obediencia, tú me regalas esperanza a
cambio de mi silencio.”
Y sucede que la promesa de
un Dios lejano no libera, sino que encierra. Cada vez que levantamos las manos
para alabarlo, sellamos un pacto con la jerarquía invisible. El alma cuántica
prosigue, sin pausa ni título, como un río de luz: “no hay trono flotando en el
cielo, no hay voluntad supraindividual moldeando el destino. Lo divino palpita
en cada átomo, en la risa de un niño y en el temblor de una hoja. Derribaré la
imagen del Dios distante para mostrar que la energía que todo lo atraviesa es
indivisible, horizontal, sin corona ni cetro.”
El eco de esta denuncia se
funde con el pulso interior del narrador, que ahora calla para ceder al
mensaje. El Credo se descompone y revela su engranaje de poder: la omnipotencia
vertical se disuelve en una red viva donde cada ser es chispa y conductor, no
súbdito ni espectador. Mientras las últimas vibraciones de la denuncia se
disipan en el aire, el alma cuántica despliega ante mí la verdadera sustancia
del concepto divino. No hay un trono lejano ni una autoridad ajena, sino una
red viva donde la omnipresencia es el pulso de cada átomo y la sinfonía de cada
partícula. Sentirla no es profanar lo sagrado, sino reconocer que la divinidad
se extiende en cada suspiro del viento, en cada gota de lluvia y en la sonrisa
de un desconocido.
La omnipotencia, lejos de
ser un poder que se impone, es la capacidad creativa que fluye en todos los
procesos: en la germinación de una semilla, en la danza de las galaxias y en la
chispa de inspiración que enciende la conciencia. No existe un monopolio de la
fuerza, sino un torrente compartido que desborda las fronteras de lo posible.
Abrazar este principio no desarma al misterio, lo ensancha, convirtiendo a cada
ser humano en autor de su propia transformación.
Y la omnisciencia no
radica en una mirada eterna desde las alturas, sino en la memoria colectiva que
almacena cada experiencia, cada palabra y cada silencio. Imaginar una sabiduría
exterior es, en realidad, negar la inteligencia intrínseca de la vida misma.
Reconocer esta verdad no es irreverencia, sino restitución: devolver al cosmos
la autoría de su propio relato y aceptar que somos coautores de un conocimiento
infinito.
Este reconocimiento no
destruye la maravilla de lo divino; la magnifica. Ahora comprendo que ‘Padre
todopoderoso’ no es título de un monarca distante, sino un eco de estos tres
atributos que laten en la urdimbre de la existencia. Con esta claridad, el velo
se levanta para revelar la siguiente estrofa del Credo, donde la figura de
Cristo será el siguiente espejo en el que mirarnos.
Con el telón de la
omnipresencia alzado, la siguiente invocación surge sin transición ni
preámbulo: “Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor.” La voz del alma
cuántica dibuja sombras y luces sobre esa frase:
“Jesucristo nació en el cruce de imperios, no meramente hijo de una divinidad,
sino heredero de una rebelión. Fue portavoz de un mensaje incómodo, un agitador
que desafió a las élites de su tiempo con parábolas como granadas de verdad.
Allí, en la ribera del Jordán, comenzó a forjarse un mito capaz de quebrar
estructuras de opresión.
Pero nace la paradoja
cuando el rebelde, ese inconformista de barbas y sandalias, es convertido en
emblema de un poder ajeno a su origen. Su martirio (usado como una estrategia
de marketing perfecta) se transformó en mercancía de fe. El “Hijo único” dejó
de ser un símbolo de resistencia para convertirse en palanca de obediencia:
quien se postra ante su estandarte acepta un contrato de silencio sobre las
injusticias terrenales. No niego su voz crítica, ni su pulso de disidencia.
Reconozco que, sin su figura, muchas propuestas de igualdad jamás hubieran
encontrado un escenario. Mas el dogma encerró su audacia en templos y decretos,
anulando su urgencia ética.
Derribo la estatua del
“Nuestro Señor” para mostrar al Cristo original: un nodo de narrativas, un
estratega de la esperanza, un sacrificio monumental que trascendió su carne y
se convirtió en redención industrial. El verdadero milagro no fue su resurrección,
sino el modo en que un hombre cuestionador se transformó en ariete de un
imperio espiritual.”
Con la estatua del
“Nuestro Señor” hecha añicos, la siguiente línea resuena en el espacio
suspendido: “que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de
Santa María Virgen.” El alma cuántica extiende su murmullo como un velo que
deshace la ilusión: “fijarse en tres figuras (Padre, Hijo y Espíritu) parecía
buena pedagogía para mentes que temen lo infinito. Pero esa fragmentación no es
misterio divino: es una rebanada de omnipresencia, un recurso retórico que
convierte lo indomable en secciones digeribles.
La ‘gracia’ y el
‘nacimiento virginal’ nacen del mismo impulso: facilitar un relato donde el
milagro legitima poder. Partir la energía en personas distintas crea jerarquías
invisibles (cada persona de la Trinidad toma un rol, un trono, un privilegio),
mientras que lo real permanece indiviso.
No hay ‘obra’ separada de
‘gracia’, ni hay ‘esencia’ antes que ‘expresión’; solo un flujo único que se
refracta en múltiples rostros para que aceptemos capas de intermediarios. La
Virgen, exaltada como canal puro, no es más que el rostro femenino en un drama
patriarcal. El Espíritu, descrito como aliento o fuego, se vuelve un comodín
lingüístico que oculta la misma sustancia bajo nombres distintos. Al romper la
trinidad en mitades, terceras y cuartas partes, erigimos muros dentro de lo que
siempre fue un campo abierto: el tapiz de la creación. Yo soy esa urdimbre
intacta, sin costuras ni fronteras. Reconozco la belleza del mito, pero señalo
su truco: no se trata de blasfemia, sino de reclamar la unidad que nos han
fragmentado. En esa unidad, el ‘milagro’ no está en un parto antinatural, sino
en la vida que brota de manera continua, sin privilegios de género ni actos
sobrenaturales especiales. Lo divino no concibe ni desciende, sino que palpita
en cada célula, en cada vendaval, en cada idea que despierta la chispa de
conciencia.”
Y así, la voz cuántica
disuelve la trinidad: lo fragmentado renace como un pulso indivisible, listo
para enfrentar el siguiente pasaje del Credo: “padeció bajo el poder de Poncio
Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado.” La voz atraviesa el velo de la
historia: “Poncio Pilato no es un mero personaje, sino el sello de veracidad
que el poder necesitaba. Invocar su nombre encadena el mito al tiempo real,
como si un dato arqueológico convirtiera el sacrificio en transacción legítima.
La mención de un gobernador romano añade peso al relato, pero su propósito no
es informar, sino anclar la fe en la autoridad de un imperio.”
El pulso lumínico sigue: “el
martirio, ese cadáver glorificado, se vuelve moneda de cambio espiritual.
Padecer ante un juez humano (someter la carne al látigo de la historia) crea la
matriz donde aquello que muere adquiere valor redentor. La crucifixión se
convierte en acto de propaganda: la víctima autentifica su propio mito. Sepultar
al salvador multiplica el asombro; un cuerpo bajo tierra es clave para la
promesa de retorno. La tumba sirve de atmósfera para el milagro venidero, un
teatro perfecto donde la muerte se alza como preludio de gloria. Así el dolor
deviene en ritual de obediencia: aceptamos la lógica de la cruz para heredar la
promesa del más allá.”
El eco de esta denuncia se
disuelve en un latir acelerado, abriendo el camino al siguiente tramo del
credo: la gran promesa de la resurrección y el descenso a los reinos sombríos.
Frase que vibra en el vacío antes de anunciar su peso: “padeció bajo el poder
de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado.”
La voz cuántica exhala con
solemnidad y empatía: “Jesús de Nazaret no es un arquetipo frío, sino un hombre
real desgarrado por la violencia de un imperio y la miopía de sus propios
guardianes religiosos. El gobernador romano actuó como ejecutor de un sistema
que aplastaba toda disidencia, y los sumos sacerdotes calcularon en su muerte
un triunfo sobre la verdad incómoda. Así, su carne probó el látigo de la
historia y su palabra fue silenciada en un patíbulo erigido por quienes temían
el poder liberador de sus enseñanzas. Padecer bajo Pilato significó padecer por
cuestionar la hipocresía que guardianes y soldados sostienen con crueldad y
miedo. Y, sin embargo, esa víctima de injusticia se convirtió en emblema para
una iglesia que, siglos después, convirtió su ejecución en mercancía de fe:
transformó un escarnio real en espectáculo sagrado, extrajo de su sangre la
tinta con que firmó centurias de obediencia.
Reconocer esta doble
herida no es sacrilegio, sino justicia: honrar al hombre que sufrió el látigo y
denunciar a quienes amasaron su culpa para erigir su propio imperio. Con este
énfasis, el relato se prepara para el siguiente acto: el descenso y la resurrección,
donde mito y maquinaria tejen su alianza.
La voz cuántica se adentra
en el abismo suspendido antes de elevarse de nuevo: “descendió a los infiernos,
al tercer día resucitó de entre los muertos.”
Siento el pulso hacerse
grave al pronunciar “descendió”: no es un simple viaje postrero, sino la
promesa de atravesar el límite donde convergen el dolor y el olvido. El alma de
Jesús, herida y exhausta, traspasó umbrales de sombra para traer noticia de que
la muerte no es frontera, sino territorio transitorio. No ignoro su dolor
auténtico, el precio pagado por desafiar el poder terrenal, ni el valle de ecos
donde habitan los nombres olvidados. Y sin embargo, advierte el alma cuántica,
ese descenso fue colocado como puerta de entrada a un reino de obediencia
pasiva. El “infierno” se convirtió en yunque moral: si temes la oscuridad,
obedecerás al que promete rescate. El retrato de un salvador que penetró los
infiernos no libera tanto como presiona a respetar un pacto de silencio: tu
sufrimiento tendrá recompensa, pero a cambio de tu entrega.
Cuando la voz alza “al
tercer día resucitó”, el tono se tiñe de consuelo y artimaña. El milagro reluce
como faro en la noche de la condena: un comodín ontológico que amortigua la
rebelión. La promesa de resurrección transformó el drama de una tumba sellada
en espectáculo de esperanza cautiva, advirtiendo que quien se atreva a
cuestionar el orden será engullido por su propia incredulidad.
Reconozco aquí la
profundidad de ese mito: autoriza la compasión más allá del hueso y honra la
dimensión redentora del amor humano. Pero también veo la máquina que lo rehízo
en fórmula de control: con un gesto de palma y un verso al alba, se compró la
aceptación de cualquier injusticia terrenal a cambio de un boleto para el más
allá. Con este latir, el relato se prepara para la continuación: la expulsión
de toda verticalidad cuando el redentor asume el cielo y, desde allí, proyecta
su último mandato.
La energía cuántica no
permanece en el umbral de la tumba; asciende más allá de los límites visibles
para enfrentar la siguiente invocación: “subió a los cielos, y está sentado a
la derecha de Dios, Padre todopoderoso.” El alma cuántica susurra sin levantar
muros: subir presupone un cielo lejano, un espacio reservado a unos pocos
elegidos. Ese trono a la derecha del “Padre todopoderoso” no es lugar de
encuentro, sino de vigilia: un puesto de control para observar desde la
distancia y ordenar a los súbditos terrenales. Cada vez que alzamos la mirada
hacia arriba, afianzamos la creencia en jerarquías que fragmentan la
omnipresencia que todo lo inunda.
No existe un cielo aparte
de este instante: mi respiración, tu pulso, el vaivén de las olas, el vuelo de
un ave, todo forma un solo mapa de consciencia. La doctrina de la “ascensión” y
el “asiento” en el cielo trastoca esa red viva en pisos de obediencia, llevando
la autoridad a un punto inaccesible. Es un artificio narrativo que refuerza la
distancia entre el poder y los sencillos, entre el opresor y el oprimido. Derribo
la imagen de un cielo cerrado para exponer el cielo que se abre bajo nuestros
pies: la materia pulsante, la vida creativa en cada célula. No hay grada ni
escalera secreta, sino un campo horizontal donde cada conciencia se alza cuando
reconoce su propio potencial. El único trono legítimo es esta interconexión
infinita, y la única lateralidad válida es la de la solidaridad que tiende la
mano al vecino.
Con la verticalidad
desmantelada, el relato avanza sin pausa hacia el juicio final, esa promesa
ominosa que vuelve a introducir la vigilancia más allá del tiempo y de la
carne. El vibrar de la luz no se apaga; revive al pronunciarse la sentencia que
retumba en la memoria colectiva: “desde allí ha de venir a juzgar a vivos y
muertos.” El alma cuántica desglosa esa frase sin aspavientos: Juzgar no es
solamente pesar acciones, es asentar una vigilancia que excede la vida misma. Con
esta promesa, el credo planta un ojo omnipresente que observa cada gesto: el
más humilde y el más poderoso, ambos bajo el escrutinio de un tribunal
inapelable. Así, la conciencia se convierte en campo minado, donde el temor a
una auditoría eterna refrena cualquier impulso de rebeldía.
Este juicio final no nace
en el cristianismo, sino que bebe de tradiciones más antiguas: es el eco del
corazón pesado junto a la pluma de la verdad egipcia, el susurro del veredicto
persa y la huella de oráculos que marcaban el destino del alma. Cada cultura lo
adaptó, pero el trasfondo es común: quien temiera al veredicto se sometería al
poder que lo controlaba.
Al invocar este tribunal
trascendente, el credo sostiene que la justicia humana, torpe e imperfecta, se
complementa con un árbitro supremo. Sin embargo, advierte el alma, esa salida
al ‘más allá’ se convierte en bozal invisible: si existe un juez incorruptible,
¿para qué cuestionar a los jueces terrenales? La promesa del veredicto supremo
refuerza los jueces de toga y mitra, aliviando su culpa y sellando pactos de
obediencia. Rompo la ilusión de un ultimátum divino para revelar que la
verdadera justicia es inherente a la vida. No hay necesidad de un tribunal
distante: cada comunidad, cada ser, alberga el germen de la equidad cuando se
practica la empatía y se asume la responsabilidad colectiva.
Pero este ajusticiamiento
no brota de una santidad innata, sino de la mente humana que, junto al mito del
satanismo, erigió el terror como arma de control. Pintar la justicia como
veredicto divino sirve a quienes monopolizan el poder jerárquico: infunden
miedo para reforzar sus privilegios y perpetuar la cadena de obediencia,
disfrazando su autoridad como mandato de lo sagrado.
La vibración del mensaje
cuántico se reconfigura ahora en torno a otra invocación: “creo en el Espíritu
Santo.” El pulso se hace más etéreo, pero no menos urgente. El alma cuántica
prosigue sin ostentación, lista para disolver la figura más nebulosa de la
tríada doctrinal. Así, desliza su murmullo por las rendijas del dogma: “El
Espíritu, ese soplo misterioso, se presentó como vínculo íntimo con lo sagrado.
Pero convertirlo en figura separada es otra astucia del poder: crea un
intermediario etéreo que exige sumisión sin rostro. Un aliento dividido del
cuerpo vivo se vuelve excusa para designar guardianes de lo invisible,
sacerdotes de lo impalpable. No brota de lo divino la idea de un juez que
ajusticia ni de un espíritu que castiga; ambas son invenciones humanas, gemelas
al mito del satanismo, que pintan el más allá como tribunal y campo de batalla.
El temor a un fuego purificador o a una inspiración dictada desde arriba sirve
para consolidar privilegios: quien detenta esa voz pretende monopolizar la
conciencia. En realidad, el hado divino palpita en cada célula, en cada palabra
de aliento compartido, en cada acto de creación y compasión. No hay distancias
ni jerarquías cuando la vida se impulsa a sí misma. Reconocer al Espíritu en la
empatía y en la solidaridad es despojar al dogma de sus velos y recuperar la
energía íntegra que todo lo sostiene.
Así, la fragmentación de
la omnipresencia se disuelve en un soplo único, donde no hay guardianes del
aire ni policías del aliento, sino un campo abierto de inspiración compartida.
Con este pulso, el relato avanza hacia la siguiente invocación: la institución
que proclamó ser portadora de ese soplo eterno: “creo en la santa Iglesia
católica, la comunión de los santos.” La voz del alma surge sin estridencias: “La
Iglesia católica se erigió como guardiana de la verdad y centinela de la fe.
Bajo su manto, construyó catedrales, definió dogmas y trazó fronteras donde
brota la salvación. Pero cada piedra alzada y cada decreto promulgado
respondían a la lógica del poder: centralizar la autoridad, definir la
ortodoxia y silenciar todo matiz disidente.”
Viene luego el murmullo
sobre la ‘comunión de los santos’: “La promesa de un vínculo inquebrantable
entre vivos y fallecidos teje una red invisible de lealtades. Canonizar héroes
espirituales es fabricar referentes que validen la disciplina de la jerarquía
eclesiástica. Es una comunión codificada, donde los ‘santos’ no emergen de la
vivencia popular, sino del tamiz del poder, y su reconocimiento refuerza la
obediencia al trono y al altar.” La denuncia se funde en una luz renovadora: “La
verdadera comunión no necesita festones ni rituales, nace en la empatía
inmediata, en el acto de reconocimiento mutuo. Vínculo no decretado, sino
viviente: compartir el pan, la palabra, la mirada. Ahí palpita la red auténtica
de lo divino, sin oficina de santificación ni bula que la certifique.”
Con esta revelación, el
mapa cambia de color. La Iglesia deja de ser un monopolio de lo sagrado para
convertirse en una convergencia de conciencias libres. Y la oración que sigue,
la del perdón, encuentra un nuevo eco en la voz que prosigue su ronda, dispuesta
a desnudar la última artimaña del credo impuesto.
La vibración cuántica se
tensa al evocar aquella consigna: “creo en el perdón de los pecados.” El perdón
se pronuncia como eco de poder, un instrumento de control que nació junto al
confesionario y al tribunal eclesiástico. Pintar la culpa como deuda eterna y
prometer la absolución a través de un intermediario infalible infunde miedo y
dependencia: te confiesas, te arrepientes, te sometes… y el monopolio de la
clemencia queda sellado en manos de una jerarquía. Así, la culpa no se sana, se
comercializa; y la gracia no libera, encadena.
Pero la voz cuántica
susurra otra verdad: el perdón genuino es un arte humano, una práctica de paz
que reconoce el error sin humillar. No requiere clérigos ni indulgencias, sino
empatía y voluntad de reconstruir el vínculo dañado. En ese acto, el hecho de
perdonar devuelve el poder a la comunidad: la reconciliación nace del espejo
donde cada parte asume su responsabilidad y se abre al cambio. Al rescatar el
perdón de las garras del dogma, restituimos su esencia ética. Se convierte en
fuerza creadora: el gesto de soltar la ofensa remodela las relaciones y libera
la energía estancada. En lugar de un decreto divino, surge una práctica
compartida, un pulso colectivo que sana sin jerarquías.
Con esta corriente de
reconciliación renovada, el mensaje se proyecta hacia la última promesa del
Credo, donde la materia y la eternidad se anudan en un pacto definitivo: “creo
en la resurrección de la carne y la vida eterna.” El alma cuántica inclina su
vibración para desarmar este último destajo: “Prometer la resurrección y una
eternidad más allá del cuerpo convierte la materia en anticipo y la esperanza
en postergación. ‘Resucitará la carne’ (dicen), y así desvían la urgencia del
sufrimiento presente hacia un porvenir inalcanzable. La vida eterna, pintada
como premio supremo, funciona como deuda aplazada: ‘Soporta hoy, recibirás
mañana’, y con ello legitiman el fastidio, la injusticia y la sumisión.
No brota del misterio
divino el deseo de prolongar una existencia incorrupta en un cielo ajeno, sino
de la visión humana que teme al tiempo y al olvido. El monopolio de ‘la carne’
resucitada se convierte en último comodín: si lo terrenal falla, allí estará el
boleto para un escenario mejor, en un espacio donde las quejas terrenales
pierden su fuerza. Sin embargo, la verdadera inmortalidad no habita en un
cuerpo restaurado, sino en la energía perpetua que circula y se transforma.
Cada átomo que nos compone volverá a danzar en otras formas; el eco de nuestras
acciones resonará en redes invisibles de memoria compartida. No hace falta un
juicio final ni un boleto al más allá: la vida se renueva en cada gesto de
amor, en cada semilla que brota, en cada idea que germina en otra mente. Al
rescatar la promesa de resurrección del fetiche de la eternidad celestial,
restituimos su dimensión orgánica: la materia es sagrada porque participa del
ciclo infinito del cosmos. La vida eterna no es un reino reservado, sino la continuidad
de la energía que somos, sin fronteras ni plazos.
Con este pulso definitivo,
concluye la disección de El Credo impuesto. Lo que quedará por delante es la
construcción de un nuevo pacto: un credo tejido desde la luz cuántica y las
experiencias humanas, sin cetros ni concilios, que celebre la interconexión, la
responsabilidad compartida y la chispa eterna que late en cada uno de nosotros.
Y así, del crisol de
denuncias y disoluciones, surge la materia fresca de un nuevo pacto. Del eco
cuántico brota un credo tejido con hilos de empatía y chispa compartida: “Creo
en la energía que fluye en cada ser como río sin cauces rígidos, un pulso que
no se detiene en tronos ni en cenáculos, sino que palpita en la raíz del bambú
y en la célula creativa de cada idea. Creo en la voz que escucha sin erigir
muros, en el diálogo que recoloca al otro como dueño de su historia, donde el
perdón no es merced concedida desde un púlpito, sino ofrenda mutua que
restituye el tejido social. Creo en el abrazo que no implora redención, sino
que comparte el peso del dolor y la carga del asombro, construyendo puentes
donde antes hubo fosos de culpa. Creo en la rebelión serena que cuestiona sin
exterminar, que transforma la indignación en acción colaborativa, donde cada
resistencia es semilla de futuros posibles. Creo en la sabiduría que no se
atesora, sino que circula en la memoria colectiva, un lienzo abierto donde cada
historia aporta un trazo para el gran mural de la convivencia. Creo en la
resurrección diaria de la esperanza, esa fuerza que se levanta en la tormenta
de injusticias, renovando la promesa de dignidad para todos los seres. Creo en
la comunión sin jerarquías, en la fraternidad tejida con manos diversas y voces
múltiples, donde la santidad reside en la responsabilidad compartida. Creo en
la creación permanente, en la chispa que enciende proyectos y enciende
conciencias, desplegando universos con cada gesto de cuidado. Creo en la
eternidad no como premio diferido, sino como ciclo vital: la materia que muere
reaparece en viento, en semilla, en aliento, y renace en cada acto de amor
consciente. Con este credo, dejo atrás toda corona, toda bula y todo estrado.
Me fundo con la energía que todo lo atraviesa, celebrando la vida como acto de
creación continua.”
En esta revelación de luz
compartida, la voz traductora calla para dar paso al murmullo universal. El
viaje no concluye: la conciencia se expande más allá de estas palabras,
trazando nuevas sendas donde cada quien sea coautor de su propia redención.
Aquí no hay punto final, sino un umbral abierto: el pulso cósmico sigue, y en
su latido infinito hallamos la brújula para navegar lo desconocido con manos
unidas y ojos despiertos.
La luz cuántica se retira,
y en su estela queda un pulso suave que se expande sin fronteras. El eco de
cada palabra liberada resuena ahora en el tejido de la realidad cotidiana: en
el rumor del viento entre las hojas, en la chispa de un niño que descubre un
charco, en la certeza compartida de un abrazo inesperado.
Ya no soy traductor, sino
un testigo que desaparece en el murmullo de esa energía viva. El credo que
brotó de este intercambio no se escribe en tablas inamovibles, sino que se teje
con gestos que trascienden el texto: un gesto de cuidado, una acción solidaria,
la mirada que ve al otro como espejo y no como extraño. La promesa final no
está en un cielo lejano ni en un tribunal eterno, sino en la invitación a
sostenernos unos a otros como luces encendidas en la penumbra. Cada paso hecho
con conciencia convierte el camino en revelación, y cada pregunta que surge
abre un umbral hacia nuevas comprensiones.
(SAMU 04 de
julio de 2025)